Ignacio Camacho-ABC
- Josele acertó a contar con guasona simpleza la emoción popular ante el amanecer de una libertad recién descubierta
Una generación de españoles pasó sus primeros veranos de camisas de flores, cubatas en vaso largo y luces estroboscópicas en las discotecas bailando al compás de ‘María Isabel’, aquella chica que se doraba al sol de una playa desierta. La cantaban ‘Los payos’, un trío del que saldrían componentes de Alameda y Triana, grupos pioneros del pop-rock andaluz de los sesenta y setenta. Su autor, Josele Moreno, tomó luego el camino del humor tras formar un último dúo musical llamado Yerbabuena. Su gag ‘Vente pa España, Pepe’, transmitido por TVE en una Nochevieja, se convirtió en un éxito de esos que adquieren carta de naturaleza en la conversación callejera; era un monólogo telefónico donde Josele le pedía a un amigo emigrante que regresara a disfrutar de la libertad recién descubierta. La Transición contada con la espontánea simpleza de un español alborozado ante la metamorfosis del viejo país ineficiente de Gil de Biedma en una democracia europea.
Todos los hermanos Moreno, nacidos cerca de la Macarena, salieron artistas. Benito fue pintor, cantante y poeta becqueriano que se atrevió a poner melodía a las ‘Rimas’. Suyos fueron el estribillo de ‘España huele a pueblo’ y el popular «Ra, ra, ra» de los borreguitos hinchas que José Ramón de la Morena transformó en famosa sintonía futbolística. Maxi, el menor, hizo carrera en la pintura y la fotografía como extraordinario retratista y creador de portadas de discos célebres cargadas de profunda simbología: la de ‘Hijos del agobio’ (Triana) parecía obra de un Bosco atormentado por los demonios de una psique herida. Y Josele, fallecido ayer a los 81 años, devino el más conocido de la familia gracias a la difusión radiofónica y televisiva. Su comicidad brotaba de una veta impregnada de sabor costumbrista y cuajaba en una sátira suave, ligera, cariñosa y hasta compasiva. Pura Sevilla: la guasa, la sonrisa frente a la tensión sociopolítica.
Sin crispación, sin groserías, sin exabruptos zafios. Cuando Mario Conde confesó que se relajaba escuchando canto gregoriano, Josele montó un coro de falsos frailes encapuchados para ridiculizar con salmodias la cultura del pelotazo. Tenía esa intuición crítica del pueblo llano para burlarse de la corrupción o de la prepotencia sin recurrir al escarnio. Como enseñaba el maestro Alcántara, que siempre dejaba una salida a la piedad con el ser humano, es más eficaz la ironía que el agravio, la chispa que la causticidad, el cachondeo que el sarcasmo. Su gracia cabalgaba sobre un ingenio ajeno a la polaridad de bandos incluso en las rivalidades futbolísticas, el campo que en su última etapa cultivó en la radio. Pero en la memoria sentimental de la España del cambio, junto al sombrero de María Isabel, chiribiribí, porompompón, quedará el sencillo relato sociológico del despertar democrático con que convenció a Pepe de que la dictadura había terminado.