José Ignacio Calleja-El Correo

  • A la mayoría de los que llegan a la vida pública les gusta confrontar, y no asumen el daño que hacen a la convivencia, o lo buscan

Uno piensa que ya más lejos no se puede ir en el cruce de acusaciones entre los principales actores de la vida política española. Y no es así. Siempre encuentran un hueco por el que colar otro zasca para el adversario. ¿Valorarán la desazón con que el ciudadano de a pie vive este conflicto agónico? O ¿tal vez el equivocado es este juntador de letras, porque ni son tantos los ciudadanos hartos o lo son por causas y soluciones contrarias y, por ende, pura vida? ¿Será que todo el país vive el momento político en clave de ‘nosotros o ellos’? Sí, esta última pregunta no es retórica. No puede decirse, sin más, ‘la gente y los políticos’; se trata siempre de mucha gente tras unos y mucha gente tras otros, y en ambos sentidos, aspirando a algo distinto. Lo cual es ya es un factor a tener en cuenta cuando nos aproximamos a la vida política.

Esta comienza en los mejores momentos como un proceso de ilusión democrática por la justicia social y deriva, casi sin remedio, a su enredo y… corrupción; y así, hasta que se cierra el ciclo y comienza otra síntesis. Permanece la estructura democrática, pero el ciclo histórico se cierra. Siempre hay que estar atentos a que el cierre no se lleve por delante el armazón; esta es una novedad de algunos ciclos y este también es nuestro tiempo. Prefiero pensarlo como un caso en el que la fase de degeneración se alarga y se complica, pero no abandonará la estructura democrática; hay que estar atentos. Cuando las cosas se complican tanto, detrás de la política hay muchos poderes condicionándola en silencio, pero este es otro nivel del tema. He aquí dos planos de la misma pelea, el ciclo que se cierra y la estructura democrática que ha de permanecer.

Y, con ese augurio, qué decirle a la vida política española que le aporte algo, que la ordene, que ayude a comprender los elementos que la configuran y la han traído a este lugar; qué decirle que de alguna manera nos devuelva a los ciudadanos la esperanza. Tampoco se trata de un buenismo que concluya ¡venga, bueno, caminemos juntos! No, eso es demasiado general.

Intentemos tres viejas ideas que considero muy importantes. La primera la veo reflejada en una escena del Evangelio (Lc 18, 9-14). Nos ayuda a evitar esa frase infeliz de ‘nosotros no somos como los corruptos que han manchado nuestras siglas, nosotros…’. En la escena del Evangelio hay un hombre que ora delante del altar y agradece a Dios «no ser como los demás, un corrupto, un pecador», sino «un creyente lleno de perfección». Si en política, y en todos los ámbitos de la vida, se leyera ese pasaje de vez en cuando, todos podríamos aprender un poco de realismo sobre la condición humana y la tentación de vernos bajo el punto de vista de ‘yo no soy como los demás’. Por supuesto, no todo es igual en la acción social, ni todos somos iguales, pero este punto de partida puede ayudar al buen juicio.

En segundo lugar, estaría bien reconciliarnos con la vieja noción de que el ser humano es capaz de lo mejor y lo peor; colocado en distintas tesituras de la vida, enseguida aparece la tentación; en el caso que nos ocupa, aparece el poder político, y antes el económico, y a la par el informativo e ideológico… y puestos a ello, más pronto que tarde, muchas posibilidades de influencia, enriquecimiento, manipulación y dominio. Las leyes de transparencia y control reglado de los encargos públicos son imprescindibles, su vigilancia independiente es primordial, pero la tentación está ahí y vuelve a suceder. Es cuestión de acotar, esclarecer y juzgar. No hay otro camino en el crecimiento educativo de un país.

Recordemos este lugar común: tenemos un sentido del ser humano demasiado optimista; eso está bien, pero sin ingenuidad. Nuestra capacidad de respuesta ética está muy condicionada por nuestros intereses e ideologías, es la ley de la vida. Hay gente excelente, mucha, pero la debilidad humana está ahí. Falta mucha humildad antropológica, sobre todo en relación a nosotros mismos. Los otros son un desastre, nosotros y los nuestros, no.

Hay un tercer elemento que pensar en la misma dirección. Cómo atender al trato que nos damos unos a otros. Todo debate de ideas e intereses tiene argumentos, pero escenificar la confrontación política con las formas de saña, rencor y odio convierte la democracia en una realidad ética insostenible. Si estamos en guerra con los otros, es un problema grave, y las gentes que llegan a la política en cualquier lugar, la mayoría, tiene un carácter especial: les gusta confrontar y no asumen bien el daño que hacen a la convivencia; o lo buscan como estrategia. De tanto ir a la gresca, terminan convirtiendo la desavenencia en profesión y la confrontación rencorosa en modo de vida y eso mismo hace inviable la salida: no queda otro remedio que expulsarlos. El problema es que no se puede echar a todos a la vez. Es lo que está sucediendo. Ganadores y perdedores lo serán por el camino del odio. Un desastre.