Editorial-El Español
La Encuesta de Población Activa (EPA) del segundo trimestre del año, publicada este jueves, ha marcado un máximo histórico de 22,2 millones de ocupados. Lo que supone que se han logrado niveles de empleo previos a la crisis de 2008.
Al Gobierno no le faltan por tanto motivos para congratularse de estos datos.
Pero no cabe soslayar que, según se desprende de la Encuesta, la mayor parte del aumento de 267.000 personas en la población activa se debe a la necesidad de mano de obra intensiva por el verano, y a la llegada de inmigrantes, que suponen un 31% de los incorporados (82.700) .
Según la EPA, la tasa de actividad de los españoles se coloca en el 57,3%, mientras que la de los no nacionalizados se dispara al 69,31%,
Y no sólo eso. Como detalla hoy EL ESPAÑOL, más de la mitad de los empleos creados en la última década han sido cubiertos por inmigrantes.
Por un lado, es innegable que la inmigración es responsable de una buena parte de la prosperidad española de los últimos años. Y que seguirá siendo fundamental para sostener el crecimiento económico y nuestra seguridad social.
Pero la tendencia que recoge también la última EPA, el crecimiento del empleo fundamentalmente a causa de la incorporación de inmigrantes al mercado laboral, comporta un rasgo problemático que se intensifica cada año, y que no puede dejar de preocupar al observador imparcial.
Porque habla, en primer lugar, de la crisis demográfica que atraviesa España, y del envejecimiento del mercado laboral español en particular.
Y porque transparenta una lógica endiablada en virtud de la cual el aumento de inmigrantes, que desempeñan los trabajos que los españoles no quieren realizar, contribuye a cronificar la dependencia de la economía española de la mano de obra barata.
Lo cual, lejos de incentivar un aumento de los salarios, que permanecen estancados desde hace décadas, propiciará todo lo contrario.
Y si los inmigrantes siguen ocupando la mayoría de puestos de trabajo que se crean, será difícilmente evitable que se produzcan fricciones sociales susceptibles de fracturar la cohesión social, como ya ocurre en otros países europeos.
Este vaticinio es coherente con el escenario que dibuja la encuesta de SocioMétrica que hoy publica EL ESPAÑOL. El porcentaje de españoles que opina que hay demasiados inmigrantes ha ascendido hasta el 73%.
El cambio de percepción sobre la cuestión migratoria que se está produciendo en los últimos tiempos se plasma en otro dato hallado por el sondeo: el 93,1% de españoles, incluido un 85,6% de votantes del PSOE, pide expulsar a los inmigrantes que cometan delitos en España.
Una nueva sensibilidad que tiene un alcance transversal, como corrobora el dato de que casi el 60% de votantes del PSOE considera que se debe endurecer las políticas contra la inmigración ilegal.
Por todo ello, un excesivo triunfalismo económico corre el riesgo de opacar el problema de fondo de la estructura económica española, que se sustenta sobre un sector de bajo valor añadido alimentado con mano de obra extranjera.
Una estructura que a su vez promueve un intenso flujo migratorio que tensiona los servicios públicos (agravando el problema de las largas listas de espera sanitarias y generando dificultades en la escolarización), las infraestructuras y el mercado de la vivienda.
Si este flujo no se gestiona ordenadamente, a esas dificultades habrá que sumarle un aumento de la percepción de inseguridad. Un caldo de cultivo perfecto para actitudes xenófobas capitalizadas por las formaciones ultraderechistas.
Felicitarse por tanto por la mejora de los datos de empleo no debe estar reñido con el reconocimiento de que la reducción del desempleo (que sigue siendo el más elevado de la Unión Europea) tiene otra cara menos visible. A lo que se suma el efecto distorsionador que juega sobre la mejora de los datos de empleo la modificación en la metodología de medición de los contratos fijos discontinuos, que no contabiliza en las estadísticas oficiales a los trabajadores inactivos.