Editorial-El Español

A raíz de la dimisión de Noelia Núñez, el expediente académico de nuestros representantes se ha convertido en un nuevo casus belli en la política española que ha desatado una auténtica guerra de los currículos entre PP y PSOE.

El PP aprovechó la renuncia de su diputada, tras reconocer que había falseado la información sobre sus estudios, para devolverle la pelota al PSOE y exigir a sus cuadros que también han mentido sobre sus currículos (como Óscar Puente) que asumiesen las mismas responsabilidades que Núñez.

Puente replicó señalando una incongruencia entre el currículo de Tellado recogido en la web del PP, donde figura que es «periodista», y el de la página del Congreso de los Diputados, que le presenta como «licenciado en Ciencias Políticas».

Pero ambas informaciones son fidedignas. Miguel Tellado no es licenciado en Periodismo ni lo ha pretendido nunca, aunque trabajó como periodista antes de dedicarse a la política.

Primero que todo, cabe señalar que la torticera maniobra de Puente transparenta la concepción reglamentista que el Gobierno tiene sobre la profesión periodística, como un oficio que requiere de unos determinados estudios y de un reconocimiento oficial.

Una concepción errónea y desfasada, en la medida en que cualquiera que observe la praxis y la deontología del oficio puede ejercer de periodista.

Esta concepción gremial, más propia del franquismo, es la que late en el «Plan de Acción por la Democracia». El Gobierno prevé crear un registro estatal de medios de comunicación, en el que deberán inscribir información sobre su estructura de propiedad e ingresos derivados de la publicidad institucional.

Al margen de esta procedente observación, lo deseable sería que el problema de los currículos de los políticos no se convirtiera en un arma arrojadiza más para seguir afilando la mezquindad de las cuitas partidistas. Sino que sirviera de oportunidad para replantear un estado de cosas deficiente que ha permitido que tantos y tantos cargos públicos fabulen sobre su formación sin consecuencias.

La trampa reside en las fórmulas engañosas que emplean los políticos para declarar su nivel de estudios. Expresiones imprecisas como «estudió», que dan a entender que se es licenciado sin precisar si se concluyeron o no estos grados y posgrados.

O bien, como en el caso de Óscar Puente, presumir de un «máster», término que sugiere una titulación oficial en una universidad, cuando en realidad se trata de un cursillo sin reconocimiento oficial impartido por una fundación vinculada al PSOE.

Por ello, un primer paso razonable sería instaurar un currículum estandarizado para todos los cargos políticos, con unas normas que establezcan criterios claros y comunes para uniformizar las declaraciones de los títulos que se atribuyen y las equivalencias para la homologación entre ellos, así como la obligatoriedad de acreditar los estudios para que puedan figurar en los registros del Estado.

En cualquier caso, no resulta deseable que se instale en la opinión pública un nuevo mantra que identifique necesariamente la competencia política o incluso laboral con una determinada titulación académica.

Porque, de la misma forma que sería absurdo exigir a todos los cargos electos la titulación de Ciencias Políticas (la inmensísima mayoría de ellos, de hecho, no la posee), no es de recibo obligar a estudiar Ciencias de la Información a quien quiera dedicarse al periodismo.

Porque ni la política ni el periodismo se compadecen con la lógica profesional que sí rige para otras disciplinas técnicas como pueden ser la medicina o la ingeniería.

Y, sobre todo, tanto la política como el periodismo son actividades que remiten a derechos ajenos constitucionalmente reconocidos: a la participación política y a la información, respectivamente. Por lo que no puede restringirse el acceso a las profesiones que los materializan.