Víctor Núñez-El Español
  • Cuando no hay una dimensión específicamente política, la inextinguible necesidad de la política impregna y se filtra en todas las actividades y politiza todas las facetas de la vida.

Una imagen se está repitiendo este verano en numerosos conciertos y otros actos multitudinarios.

Grupos de jóvenes entre el público corean «¡Pe-dro Sánchez, hi-jo-de puta!». Ha ocurrido en los recientes conciertos de Eladio CarriónKidd Keo y Juan Magán. Y, en algunos de ellos, con la complicidad del propio artista sobre el escenario, como fue el caso del cantante sevillano JC Reyes, que se adhirió a la faltada.

El más reciente en hacerlo ha sido Mägo de Oz, cuyo guitarrista cargó contra el presidente al grito de «Sánchez, me cago en tus muertos». Lo que le ha valido como represalia este miércoles la cancelación de su próximo concierto en Vilagarcía por el Ayuntamiento socialista del municipio pontevedrés.

A nadie puede extrañarle que, tratándose del gobernante más impopular de la historia reciente de España, se multipliquen las efusiones espontáneas de increpaciones y denuestos contra el presidente.

Y este articulista no se cuenta entre quienes censuran con pacatos remilgos las erupciones populares, por ásperas que sean, contra los gobernantes que faltan a sus deberes para con el bien común.

Pero el problema radica en los lugares que albergan estos improperios. Porque lo que podría encontrar acomodo en las calles de Paiporta o frente a la sede de Ferraz, está fuera de lugar en contextos que, se supone, deberían quedar al margen de la refriega política.

Que se conviertan en expositores de rencor partidista espectáculos, encierros de Sanfermín (como ha sucedido en uno de los de este año) o corridas de toros (donde también son habituales los berridos de exaltados), testimonian un preocupante problema en nuestro país: estamos enfermos de política.

Son moneda de uso corriente los lamentos por el hecho de que todo en España parece haberse vuelto política. Pero, irónicamente, la saturación de política que vivimos se explica por el hecho de que en nuestro país la política está infradesarrollada.

Lo explicó fabulosamente Julián Marías:

«Cuando la política no existe, no tiene cauces adecuados, no puede realizarse, expresarse, actuar, todo se politiza».

Porque el hecho de que haya política, explica Marías, es la condición de que las otras tres cuartas partes de la vida no sean políticas. Cuando no hay una dimensión específicamente política, la inextinguible necesidad de la política se filtra por todas partes, invadiendo e impregnando todas las actividades y facetas de la vida.

Y es que «cuando no hay partidos políticos, todas las asociaciones se convierten en políticas; cuando no se escriben artículos políticos en los periódicos, se politizan los cuentos o los poemas».

Esta despolitización devenida en hiperpolitización es una de las herencias del franquismo.

Curiosamente, dos autores tan dispares (también en su valoración de Franco) como Marías y Álvaro d’Ors coinciden en señalar que la desmedulación que la dictadura infligió a la sociedad española (consecuente con el carácter militar del gobierno) provocó una hipoplasia de la cultura cívica.

Explica D’Ors que «Franco anuló lo político de su contorno por creer que la política había sido causa de muchos males para España»

Luego, España transicionó rápidamente a una democracia liberal, en un país en el que, antes de la atonía cívica del franquismo, tampoco se había desarrollado una tradición democrática y liberal robusta. Pese a los empeños de la élite reformista nunca llegaron a cuajar las bases prepolíticas que requiere la democracia liberal.

Es decir, el aprendizaje de los modos de convivencia y la lucha civilizada.

No se logró organizar una vida política auténtica. No se edificó una conciencia nacional moderna, un sentido de Estado. Ni se estableció una clase política como tal, ni una estructura política diferenciada de su rector.

Es decir, no se levantó un cuerpo institucional sólido al margen de la voluntad del titular del poder.

Y esa pervivencia del «franquismo sociológico» brindó las bases que sustentaron el imperio hegemónico del PSOE, heredero de las funciones del Movimiento: la desarticulación, la desmovilización y la domesticación de la sociedad española.

Consumada la Transición, no amaneció un auténtico pluralismo, sino que pervivió (sólo que de forma invertida) el principio del monopolio del poder en manos del gobernante.

Así se explica el personalista liderazgo de Felipe González, y su versión posmoderna, que es el sanchismo.

Un país paralizado y esterilizado políticamente durante cuarenta años requería de una educación cívica que hoy Marías se vería obligado a reconocer que no se materializó. Persistieron los modos antipolíticos del régimen anterior, por lo que se hicieron necesarios sustitutivos para trabar el nuevo sistema político.

La imposición formal de un sistema basado en partidos políticos en una cultura política donde estos no contaban con verdadera ascendencia social está detrás de la carcoma partitocrática que nos aflige. La necesidad de que el Estado de partidos funcionase en un país desmovilizado políticamente generó la necesidad de excitar artificialmente la militancia, mediante la demogresca y el acicate del polemismo partidista.

A lo cual se suma que, en las actuales sociedades anómicas, en las que se han desintegrado las comunidades orgánicas, la ideología reemplaza la función vertebradora que ejercían los vínculos comunitarios.

Con la diferencia de que aquella es divisiva y estos, cohesionadores.

Estos elementos configuran lo que Marías llamó «totalitarismo ambiente».

Como carecemos en España de una vida pública delimitada, se politiza la vida privada. Y así quedan cooptadas también por la ideología las relaciones personales y afectivas, como ejemplifica esa máxima progre profiláctica: «Aunque pases una mala racha, no te tires a un facha».

Pero también se ha plasmado la contaminación política en otros ámbitos culturales y mediáticos.

Tal es el caso del encuadramiento de los bloques derecho e izquierdo en torno a la competencia televisiva entre Pablo Motos y David Broncano.

O el de la conversión de un programa de chismorreo generalista y blanco como Sávame en una plataforma de propaganda política, que Jorge Javier Vázquez llegó a definir como un espacio para «rojos y maricones», y que fue instrumentalizado para sus campañas por Pedro Sánchez o Irene Montero. De forma nada sorprendente, su prolongación de La Familia de la Tele ha acabado cancelada por su fracaso, causado en gran medida por este afán ideologizador.

O el caso de los pronunciamientos del Gobierno sobre las últimas polémicas en torno a Eurovisión.

Un concierto de música, como evento artístico que es, debiera ser una experiencia no transida por la política. Y lo mismo cabe decir de los eventos deportivos o los festejos populares, que siempre han sido, en principio, ámbitos ajenos a la ideología pensados para un disfrute colectivo de una vivencia común.

Lo que le hace falta a España es más política y menos politización. O sea, menos neurosis sectaria.