Agustín Valladolid-Vozpópuli
- España sufre los efectos de una casta de privilegiados que firman cualquier papelujo y una clase política sin la preparación necesaria para gestionar lo público
Los sabinianos, o sabinistas, o sabiners, o como quiera que se autodenominen los más entusiastas fans de don Joaquín Sabina, reconocerán en el título de esta columna el de una canción del álbum “Yo, mi, me, contigo”, en la que una de sus estrofas, aunque la letra vaya de mujeres, besos y esta vez de champú en lugar de champán, parece alertarnos contra esa manera de hacer política en la que no hay adversarios, sino enemigos, y en la que no se hacen prisioneros: “Qué disparate / de partida de ajedrez / con un partenaire / adicta al jaque mate”.
Estamos en 1996, año en el que el PSOE perdió el poder después de casi catorce años de gobierno, y aun en el caso de que al de Úbeda le hubiera sido presentado por aquel entonces un joven llamado Pedro Sánchez, extremo que por otra parte no nos consta, no parece probable que la precoz y preclara lucidez de nuestro juglar nos estuviera ya alertando sobre lo que se iba a venir encima tres décadas después.
En ese mismo álbum hay otra maravillosa canción escrita por Sabina a mayor y justa gloria de Joan Manuel Serrat, “Mi primo el nano”. Y a uno le vienen a la cabeza las letras memorizadas de “Las malas compañías”, “Para la libertad” o “Esos locos bajitos”, y prefiere pensar, y piensa, porque está casi seguro de no equivocarse, que de haberlo sabido el Nano nunca habría suscrito un panfleto en el que se niega la legitimidad de instituciones no alineadas con el Gobierno y se cuestiona la alternancia como democrático y muy necesario mecanismo de regeneración.
Estoy seguro que de haber conocido la lista de estómagos agradecidos que aparecen en ese potingue grisáceo al que han llamado “Manifiesto de los cien”, Serrat habría optado como su primo por un prudente silencio, excusando la inserción de su nombre en un texto dogmático, sectario, en el que no asoma el menor reparo a una forma de ejercer el poder que ha normalizado la mentira, la propaganda engañosa y el clientelismo, y que ahora pretende hacerse perdonar graves casos de corrupción a cambio de impedir como sea que unas elecciones anticipadas arrebaten el poder al mal llamado gobierno progresista y se lo entreguen a ”las derechas”.
Proliferan los políticos que viven en un mundo paralelo y que cada vez en mayor número pierden sistemáticamente el tiempo y derrochan el dinero de todos en idioteces descabelladas que luego avalan paniaguados que se las dan de intelectuales
“Aun descontando un estado general de decadencia del país no se explica la claudicación de la inteligencia francesa ante la estupidez totalitaria” (Manuel Chaves Nogales. La agonía de Francia. Libros del Asteroide). En ese mismo relato, crudo y desolador, de un país que se echó en brazos de Hitler, el periodista sevillano, desde su privilegiada posición de testigo directo, considera que ese sometimiento fue posible porque “la Francia real valía todavía menos que su representación política, el pueblo francés se había hecho indigno de su régimen democrático, el elector valía menos que el diputado y el administrado menos que el administrador (…) y, en general, el gobernado menos que el gobernante”.
No estamos en la Francia que firma el armisticio con la Alemania nazi en 1940; y ni mucho menos nuestra clase política es mejor que la sociedad a la que dice servir. Todo lo contrario. Pero en lo que sí coinciden aquella Francia y esta España es en la ausencia de una izquierda representativa del mundo de la cultura comprometida con la verdad y crítica con el poder. También con el poder de izquierdas.
De la intelectualidad de izquierdas, que la hubo, solo se tolera a una casta de privilegiados que se benefician de subvenciones millonarias y acuden presurosos a certificar cualquier papelujo que se le pase a la firma. Como este que nos ocupa, quizá la más descarnada prueba de hasta dónde son capaces de arrastrarse con tal de seguir disfrutando de las ventajosas posiciones que dan acceso a los presupuestos del Estado. Pero si nuestras élites “culturales” no están a la altura de lo que de ellas podrían esperar los ciudadanos, aún lo están menos -y esta es la diferencia con la Francia de la segunda gran guerra- aquellos que les dan de comer: diputados, administradores y gobernantes.
La España de hoy es la de los idiotas que bailan el rocanrol mientras cambian el nombre al Congreso de los Diputados, eliminan del logo de la Biblioteca Nacional el escudo de la Corona o presionan para que sean cesados los gestores de un teatro en Madrid por haber cedido una sala para que se proyectara un documental crítico con el procés. O la de esa tan creativa de las dirigentes de Podemos Extremadura que reclaman el cierre inmediato de la central nuclear de Almaraz y en la misma frase exigen que no se destruya ningún puesto de trabajo.
Maestros de la intriga sin por lo general la formación necesaria para gestionar lo público, una carencia más relacionada con la actual concepción de la acción política, en la que prevalecen la comunicación y el relato, que con el acopio o ausencia de títulos.
El virus de las juventudes de los partidos
Los intelectuales orgánicos del sanchismo son los que con su firma contribuyen, como ha subrayado Nicolás Redondo, a que el gobierno “se mantenga gracias a una persona que no puede pisar territorio español sin ser detenida” y a “que la extrema derecha de verdad” llegue más pronto que tarde al poder.
La España de 2025 es la víctima inevitable del letal y muy resistente virus de las juventudes de los partidos, cuyos catastróficos efectos los podemos constatar a diario en la Carrera de San Jerónimo y en las sedes de todas las formaciones políticas. Un virus que diezma el Parlamento, con mayor afectación en la zona izquierda, y ha estado a punto de provocar la evacuación, por riesgo de contagio, de la planta noble de Génova 13.
Ahora ha sido una jovenzuela de nombre Noelia Núñez, flamante fichaje de Alberto Núñez Feijóo, la portadora de la maldita célula huésped, cuyo citoplasma nace, crece, se desarrolla y muere sin saber lo que es sobrevivir fuera del organismo partidario; como sus portadores, que no saben lo que es currar y ganarse la vida en la selva de la empresa privada. Normal. Para mantenerse a flote no necesitan más méritos que el más apreciado de todos: la adhesión inquebrantable al mando (no confundir con lealtad).
Parece que en la parte del currículo en la que la joven Núñez nos contaba sus méritos académicos dos de cada tres palabras eran mentira. Estábamos avisados: ni es el primer caso, ni será el último. Hoy ha sido Núñez y mañana será otra; u otro. Y es que no puede ser de otro modo. Esta generación política es la primera en la que hay una presencia preeminente de personas que solo han competido en el seno de los partidos, de puertas adentro, que han hecho un máster en conspiraciones varias, pero a las que nunca se les ha exigido una valía que vaya más allá del acatamiento y la docilidad.
La España de hoy es la de los idiotas que cambian el nombre al Congreso de los Diputados, eliminan del logo de la Biblioteca Nacional el escudo de la Corona o reclaman el cierre de Almaraz a la vez que exigen mantener los puestos de trabajo
La de hoy es una clase política infrapreparada para gestionar los recursos públicos, que traslada con demasiada frecuencia a la vida real conductas anómalas que tienen su origen en las rutinas y feroces luchas internas de los partidos. Gentes demasiado expuestas a la tentación de adornar sus escasas aptitudes para estar en condiciones de aspirar sin complejos, y a pesar de sus limitadas capacidades, a posiciones relevantes de poder.
Se trata de una grave anomalía, de una seria deficiencia estructural de nuestra democracia. Personajes que viven en un mundo paralelo y que cada vez en mayor número pierden sistemáticamente el tiempo y derrochan el dinero de todos en idioteces descabelladas que luego avalan paniaguados que se las dan de intelectuales. Inútiles con carné cuyo único cometido es concentrar la atención del respetable en la batería de cotidianas estupideces, opacando el debate sobre los grandes asuntos que van a condicionar el futuro del país.
Un solo ejemplo de lo que nos estamos perdiendo, antes de concluir: en el próximo período presupuestario (2028-2034) la Unión Europea va a rebajar la atribución de fondos a España de los 246.000 millones del actual septenio, a 88.000 millones. Al igual que sus socios europeos, y en línea con las recomendaciones de Mario Draghi y Enrico Letta, para tener derecho a una cifra superior, España deberá presentar proyectos de incuestionable valor añadido. Un reto descomunal para un país que si en algo ha sobresalido es por la baja ejecución de fondos europeos; un manifiesto imposible, de seguir en este bucle infernal de mediocridad política y polarización.
Y ahora sí. Punto y final. Por aquello de que en todas partes cuecen habas y en mi casa a calderadas, podemos terminar con Francia: “Somos un país paralizado por la falta de coraje de una clase política que agita los temas ideológicos en vez de intentar ser factor de buen gobierno. A Francia le faltan esperanza y porvenir. Y no es una buena noticia” (Benoît Pellistrandi, historiador e hispanista francés, autor de El laberinto catalán. Arzalia, 2019).
O con Sabina: “A vam ba baluba balam bam bu / Tutti frutti / El rocanrol de los idiotas / Don’t worry”.
Feliz verano.