Francisco Rosell-The Objective
  • De no mediar antes la dimisión de Álvaro García Ortiz a instancias de su sumo valedor, Sánchez perpetrará una ominosa vileza contra el jefe del Estado, así como una humillación contra el Poder Judicial, al acomodar en la mesa de honor a quien, de ser otro miembro del escalafón, habría sido apartado

Luego de prohibirle en 2020 asistir a la entrega de títulos en la Escuela Judicial de Barcelona para «velar por la convivencia en Cataluña», según el entonces titular de Justicia, Juan Carlos Campo, hoy magistrado constitucional, Pedro Sánchez se presta a infligir otro trágala a Felipe VI tras aquella cesión al separatismo. Con ocasión de la apertura del Año Judicial este 5 de septiembre, se dispone a sentar al lado del soberano al primer fiscal general al que el Tribunal Supremo manda al banquillo por filtrar datos reservados del novio de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, en una operación para destruirla. Sin precedente en Europa, Sánchez sigue batiendo marcas en la degradación del Estado de derecho.

De no mediar antes la dimisión de Álvaro García Ortiz a instancias de su sumo valedor, Sánchez perpetrará una ominosa vileza contra el jefe del Estado, así como una humillación contra el Poder Judicial, al acomodar en la mesa de honor a quien, de ser otro miembro del escalafón, habría sido apartado al imputársele un delito penado con hasta seis años de cárcel. Al hacer causa con su fiscal, Sánchez obra en las antípodas de Su Majestad. Desde su entronización, don Felipe ha satisfecho cumplidamente su compromiso de ejemplaridad sin excepciones familiares o de rango, aunque ello le haya granjeado desgarros con su hermana Cristina, a propósito del ‘caso Nóos’ zanjado con el ingreso en prisión de su excuñado Urdangarin, y con su padre a resultas de las comisiones percibidas por Juan Carlos I y su blanqueo fiscal. Don Felipe afrontó esos contratiempos con la conciencia de que «ofende más la mancha en el brocado que en el sayal», según la máxima de Gracián. Respetó la presunción de inocencia, pero sin que fuera óbice para no repudiar conductas tan execrables, a fin de preservar su impoluta hoja de servicios desde que ciñe corona.

Como entrevé Jorge VI de Inglaterra en la memorable película sobre su épico discurso de la II Guerra Mundial sobreponiéndose a su tartamudez, «si soy un rey… ¿dónde está mi poder? ¿Puedo formar un Gobierno, puedo subir los impuestos, declarar una guerra? ¡No! Y así y todo soy la base de la autoridad. ¿Por qué? Porque la Nación cree que, cuando hablo, hablo por ellos». Otro tanto Don Felipe, consciente de que la Monarquía, como todo poder, debe refrendar su legitimación de origen –histórica y constitucional– con la de ejercicio con una integridad que confiera autoridad moral al papel de árbitro que le asigna la Ley de Leyes.

En un país donde sobran normas y faltan moldes, los servidores públicos, del Rey abajo todos, deben ser espejo ciudadano y, al igual que la mujer del César, no sólo ser honestos, sino parecerlo. Un principio ético de la Roma de hace veinte siglos que Sánchez escarnece con su tetraimputada cónyuge. A este respecto, dado que Dios no ha dotado a ningún estadista de sabiduría suficiente para armar un orden intachable, según el presidente estadounidense Harrison, conviene que las manzanas podridas no pudran el canasto entero como con la corrupción sistémica que cerca al Último de la banda del Peugeot, cuya pervivencia pende del prófugo Puigdemont y cuyo fiscal es carne de cañón.

Esto último después que, en el debate electoral de noviembre de 2019, Sánchez asegurara que pondría a recaudo de la Justicia a Puigdemont y de que, al ser preguntado 48 horas después cómo lo haría, respondiera: «¿La Fiscalía de quién depende? Del Gobierno. Pues ya está». Un sexenio más tarde los intereses de este trío calavera se entremezclan. De hecho, cabe inquirir: ¿Para quién delinquió aparentemente García Ortiz? Pues ya está. De no ser así, no se entendería el sostenella y no enmendalla de quien festejó como cosa propia, exigiendo disculpas, cuando la Guardia Civil no pudo rescatar los mensajes telefónicos y correos electrónicos borrados por su fiscal y no quedara huella de la violación del derecho de la pareja de Ayuso ni de sus comunicaciones con el Gobierno.

Sin duda, puede ser un espectáculo con luces de neón oír como García Ortiz recoge su procesamiento –la noticia más importante de su ámbito– en la Memoria de la Fiscalía y cómo justifica la nula apariencia de imparcialidad que una subordinada suya ejerza el ministerio público con su jefe en la banqueta de los incriminados. Una burla de quien fue designado, no por probo, sino por facilitar fechorías tan punibles a ojos de quince jueces.

Pero, escudando a Ortiz y postergando su incorporación tal vez al bufete del exjuez Garzón, Sánchez se protege a sí mismo y exhibe qué haría en un trance parejo al de su fiscal de cámara. ¿Por qué iba a sentirse obligado a dimitir quien está dispuesto a producir un cortocircuito del sistema si arde el fusible de su fiscal por tratar de ganarle el relato, como si fuera su función, a una adversaria dura de roer como Ayuso? En ese brete, todo vale para el puchero de Sánchez. Incluida la utilización del Rey –aprovechó su despacho en Marivent para cerrar filas con Ortiz–, así como su desprecio al inicio del Año Judicial. Si en 2024 aterrizó en Palma tras declarar ante el juez Peinado, este año otro tanto al coincidir con la ratificación del enjuiciamiento de su fiscal. ¿Qué será lo próximo?

Ante tales desatinos, mejor rememorar la bizarría de la juez más brillante de la promoción de 2020 a la que Sánchez vedó el saludo de Felipe VI. Ante tal feo al jefe del Estado y a la Justicia que hoy se repite, prorrumpió un coreado: «¡Viva el Rey!». No se pasó «cuatro montañas», como deslizó el ministro Campo y captó un micrófono, sino que fue el grito de aliento al Estado de derecho, cuya independencia judicial socaba un déspota que busca sepultarla como en el carnavalesco entierro de la sardina. Para ello, Sánchez auspicia que el empiece del Año Judicial tenga los visos de una mascarada presidida por Felipe VI escoltado por un presunto delincuente enjaezado del fiscal general que no sería en ninguna otra democracia.