Ignacio Camacho-ABC

  • La guerra de los falsos currículos evidencia el vacío formativo del sistema de selección que rige en los partidos

Esta guerrita de falsos currículos ha venido a certificar algo que los españoles ya sabíamos, y es la escasa preparación y la mísera experiencia laboral de nuestros políticos. Lo cual dice poco de quienes los elegimos –en listas cerradas, sí, pero las del Senado son abiertas y el efecto es el mismo– y menos aún del método de selección por principio de Peter que rige en los partidos. Multitud de jóvenes se afilian en su mejor período formativo, y se dedican a medrar en la organización a base de calentar el culo en reuniones, divulgar consignas en redes sociales y mostrarse receptivos a cualquier tarea que los dirigentes encarguen a su capricho. Con una pizca de suerte y constancia llegarán a concejales, diputados provinciales o enchufados en algún chiringuito, y si perseveran en la disciplina y el sectarismo pueden alcanzar un puesto en la asamblea regional, sentarse en el Congreso o hasta hacerse con una cartera de ministro. Entonces sienten remordimiento de sus exiguos estudios y engordan su trayectoria con títulos que no poseen, licenciaturas sin acabar o másteres ficticios, que es un modo oblicuo de admitir su vacío educativo, hasta que se descubre el pastel y quedan en flagrante ridículo. Y como no todos disponen de un aparato a su servicio dispuesto a encubrir el fraude con cortinas de humo propagandístico, se ven obligados a dimitir a la espera de ser recolocados en otro momio lo bastante discreto para eludir el escrutinio.

En realidad hay mucho de hipocresía social en estos escándalos. Todo el mundo conoce el sistema, que lleva décadas funcionando, y la mayoría sólo se indigna cuando saltan casos que afectan a los adversarios. La derecha se aferra a un ideal meritocrático que sus representantes están abandonando y la izquierda, que defiende en teoría la dignidad de cualquier trabajo, incluso de su ausencia, se queda colgada de la brocha cada vez que uno de los suyos se pilla las manos con un relato amañado de supuestos diplomas universitarios. Pero el debate de fondo está sesgado: la cuestión no reside en la capacitación técnica, importante para desempeñar ciertos puestos de gestión aunque no tanto para ocupar un escaño, sino en el imperativo ético de decir la verdad a los ciudadanos. Y claro, si el mal ejemplo cunde impune en los niveles de mayor rango –pongamos que en los de un presidente capaz de plagiar su tesis de doctorado–, cualquier prosélito que haya hecho carrera a base de obedecer con entusiasmo tiene derecho a preguntarse por qué se mide con otro rasero a los escalafones más bajos. Tenemos la política que merecemos, la que surge de las granjas ideológicas, de los controles laxos, del relativismo líquido, del pragmatismo cínico y de los valores morales flácidos. La que absuelve la mentira si proviene del propio bando. La que desdeña el carácter sagrado de la palabra como expresión de compromiso democrático.