Albert Guivernau-El Español
  • El Día de la Liberación Fiscal no es una curiosidad estadística. Es la señal de alarma de que nos estamos acercando a un iceberg.

En España, el ciudadano medio trabaja 228 días al año (32,5 semanas o si lo prefieren 1.302,8 horas laborables), desde el 1 de enero hasta el 18 de agosto de 2025, únicamente para pagar impuestos.

Este dato supone que trabajamos 16 días más que en 2024 y 35 días más que en 2021 sólo para pagar impuestos. Se trata de una cifra récord que no sólo confirma el crecimiento de la carga impositiva en nuestro país, sino que desnuda el verdadero coste del Estado.

Dos tercios del año dedicados exclusivamente a alimentar un engranaje público que no deja de crecer, pero cuya eficiencia y legitimidad están cada vez más en entredicho. ¿Compensa?

Hace unos días, la OCDE publicó la evolución de los salarios reales durante los últimos treinta años, poniendo al descubierto cómo en España sólo han crecido un 2,76% en treinta años, el cuarto peor dato de los 38 países de la OCDE.

Para este período, por compararlo con otras economías europeas, los salarios reales en Alemania crecieron un 24,1% y en Francia un 28,4%.

España e Irlanda tenían el mismo salario en 1994, año de inicio del estudio de la OCDE. Treinta años después, los sueldos irlandeses son un 60% más altos que los españoles.

Desde hace años, el Día de la Liberación Fiscal (DLF) de la Fundación Civismo calcula cuántos días del año se destinan, de facto, a pagar impuestos. Este ejercicio pedagógico, más necesario que nunca, permite visualizar la magnitud del esfuerzo fiscal al que están sometidos millones de españoles.

Y los resultados de 2025 son alarmantes.

La presión fiscal efectiva se sitúa en el 54,5 % de la renta disponible, 5,4 puntos más que en 2019.

Aumenta la recaudación, pero no los servicios. Aumenta el esfuerzo, pero no la contraprestación. Crece el Estado, pero no el ciudadano.

El problema, sin embargo, no es sólo cuantitativo, sino también estructural. El sistema tributario español penaliza sistemáticamente el trabajo, el consumo y la inversión. Y lo hace a través de un modelo progresivamente más opaco, más regresivo y menos justificable en términos de equidad.

«La fiscalidad española no sólo grava el empleo: lo desincentiva»

En 2025, la cuña fiscal sobre el salario medio llega a alcanzar el 61,2 % del coste laboral total. Esto significa que, de cada 100 euros que paga una empresa por un trabajador, sólo 39 llegan netos al bolsillo de este. El resto se disuelve entre IRPF, cotizaciones empresariales y cotizaciones a cargo del trabajador.

La fiscalidad española no sólo grava el empleo: lo desincentiva.

Además del castigo sobre la renta generada, el sistema español impone una presión silenciosa y dispersa sobre la propiedad, el ahorro, el consumo y la movilidad. Los contribuyentes dedican casi 47 días de trabajo al año sólo para cubrir el IVA que grava su consumo diario.

A esto hay que sumar más de 80 días adicionales, en función de la situación de los ciudadanos, para costear impuestos invisibles como el IBI, el impuesto de circulación, el de transmisiones patrimoniales, sucesiones y donaciones, las tasas municipales o los impuestos especiales sobre carburantes, alcohol y tabaco.

En total, más de 4.850 euros anualizados que el ciudadano paga, a menudo sin ser consciente del peaje acumulado que ello supone.

Esta “segunda fiscalidad” (más opaca, más local, más fragmentada) agrava la regresividad del sistema. Porque en muchas ocasiones no discrimina entre niveles de renta ni considera la capacidad económica real de los hogares. Todos pagan el mismo IBI, las mismas tasas o los mismos impuestos sobre carburantes, independientemente de su renta.

Y eso, en la práctica, castiga proporcionalmente más a las clases medias y trabajadoras, que destinan una mayor parte de su ingreso al consumo directo.

Como explicaba Anthony de Jasay, cuando el Estado se vuelve el intermediario obligatorio entre el ciudadano y sus recursos, la libertad individual se convierte en una “ilusión administrativa”.

Por si fuera poco, la inflación ha alimentado una forma de confiscación encubierta. El aumento nominal de salarios, en un contexto inflacionario, no ha sido acompañado de una deflactación de los tramos del IRPF. Resultado: millones de trabajadores han ascendido a tramos superiores del impuesto sin haber ganado realmente poder adquisitivo.

Es decir, pagan más impuestos sin vivir mejor.

Hacienda lo llama progresividad. Los economistas lo llamamos trampa fiscal.

La inflación también influye en los resultados de IVA, cuya recaudación ha crecido en 2025. Principalmente, por el crecimiento de los precios base de los productos que se graban con IVA y por la eliminación de reducciones de IVA a determinados productos de alimentación y energía.

El Estado es el único que gana con la inflación.

Los datos de recaudación corroboran esta estrategia silenciosa. Entre 2020 y 2024, los ingresos del Estado por IRPF se han disparado más de un 50%, hasta superar los 129.000 millones de euros.

Y lo más significativo. Ese aumento no responde a ninguna reforma estructural del tributo ni a una mejora proporcional del bienestar de los ciudadanos. Se trata de una recaudación automática, impulsada por el crecimiento de las bases imponibles vía inflación y la inercia de un sistema diseñado para extraer, no para redistribuir.

«El contribuyente paga más, pero recibe lo mismo. O incluso menos. Y eso erosiona, con toda lógica, la legitimidad del sistema»

Y, sin embargo, en medio de este esfuerzo descomunal, el ciudadano medio no percibe mejoras significativas en la calidad de los servicios públicos. Sanidad colapsada, educación sin reformas de fondo, infraestructuras deficitarias y un Estado de bienestar que, en demasiados casos, se convierte en un aparato de transferencias opacas más que en una garantía de oportunidades.

El contribuyente paga más, pero recibe lo mismo. O incluso menos. Y eso erosiona, con toda lógica, la legitimidad del sistema.

El caso de Cataluña es especialmente ilustrativo de esta hipertrofia fiscal. Allí, el Día de la Liberación Fiscal llega el 24 de agosto, el más tardío de toda España junto con Extremadura.

La Generalitat mantiene en vigor hasta 15 tributos propios, que se suman a los impuestos estatales y municipales. Desde el impuesto sobre bebidas azucaradas hasta el canon del agua, pasando por el tributo sobre grandes establecimientos o sobre las emisiones de CO₂ de los vehículos.

Una jungla normativa que no sólo agrava la carga fiscal, sino que multiplica la complejidad, los costes de cumplimiento y la inseguridad jurídica.

Una fiscalidad arbitraria, disuasoria y profundamente ideológica.

En contraste, comunidades como Madrid (con menor carga fiscal efectiva) demuestran que es posible otra política tributaria. Una que apueste por la moderación, la simplicidad y el crecimiento económico. No es casualidad que Madrid atraiga talento, inversión y nuevas empresas, mientras otras, más voraces, pierden dinamismo y población.

La competencia fiscal entre territorios no es un problema. Es una oportunidad para que el ciudadano vote con los pies.

En un momento en el que se debate sobre la reforma fiscal en España, el Día de la Liberación Fiscal se convierte en un termómetro esencial. No basta con hablar de presión fiscal en abstracto. Hay que mirar el calendario y preguntarse «¿hasta cuándo tengo que trabajar para mantener al Estado y qué obtengo a cambio?».

La respuesta, hoy, es inquietante: más esfuerzo, menos libertad.

España necesita una reforma fiscal profunda que simplifique el sistema, reduzca la carga sobre el trabajo y el consumo, y devuelva protagonismo al contribuyente.

Una reforma que limite la proliferación de tributos locales y autonómicos, que deflacte automáticamente los tramos del IRPF, y que apueste por una tributación más transparente, proporcional y eficiente.

No se trata ya de bajar impuestos por un ideal político o liberal, sino de restaurar un principio elemental de justicia: el ciudadano debe poder disfrutar del fruto de su esfuerzo.

La libertad económica no es un privilegio, sino un derecho. Y cuando el Estado se apropia de más de la mitad del tiempo y el salario del ciudadano, ese derecho se ve gravemente comprometido. Como decía Hayek, “cuanto mayor sea la parte de los frutos de nuestro trabajo que el Estado puede apropiarse, menor será nuestra libertad para decidir qué hacer con nuestras vidas”.

El Día de la Liberación Fiscal no es una curiosidad estadística. Es la señal de alarma de que nos estamos acercando a un iceberg.

En no mucho tiempo escucharemos a algún político honrado emular a al presidente Milei y alzar la voz recordándonos “no hay plata”.

No nos podemos permitir, en términos políticos y económicos, un Estado tan engrandecido con ciudadanos tan empequeñecidos.

*** Albert Guivernau es doctor en Economía y director de la Fundación Civismo.