Carmen Martínez Castro-El Debate
  • No descarten que le pongan como ejemplo a seguir en esos cursillos de funcionarios a la carta que Óscar López quiere extender a toda la Administración

Uno de los elementos que distinguen a la cultura woke y que se ha extendido con éxito a buena parte de la sociedad es el descrédito de la meritocracia. Según ellos, si naces mujer, miembro de una minoría oprimida o pobre, estás irremediablemente condenado; eres una víctima que nada puede hacer por cambiar su situación y el mundo está en deuda contigo; no debes esforzarte en mejorar porque la meritocracia es un cuento chino: la igualdad de oportunidades no existe y la apelación al mérito o al esfuerzo solo es una estafa que busca perpetuar el dominio de unas élites sobre el conjunto de la sociedad.

No hay más que mirar a nuestro alrededor para encontrar multitud de casos anónimos que afortunadamente desmienten esta tesis; más ilustrativa aún resulta la inquina de la izquierda radical contra figuras como Rafa Nadal o Amancio Ortega porque la trayectoria de ambos representa una enmienda a la totalidad de esa invitación al desaliento. Aun así, buena parte de nuestros jóvenes se están formando en esa especie nihilismo triste y desesperanzado que promete una mediocridad general, eso sí, muy igualitaria. Quienes no sucumben a esta moda, suelen buscar mejores destinos vitales fuera de España.

Esta filosofía también anida en los últimos proyectos del Gobierno por acabar con la meritocracia en el acceso a los altos niveles de la función pública. Empezaron con los jueces y fiscales y ahora van a por el resto: abogados del Estado, técnicos comerciales, interventores, diplomáticos, etc. Se trata de que estos funcionarios de carrera ya no lo sean por sus méritos propios –aprobar una exigente oposición– sino por otro tipo de criterios menos transparentes y donde mandará la discrecionalidad del gobierno de turno.

Cometeríamos un error si pensáramos que este es un debate puramente corporativo, un asunto que solo preocupa a quienes han ganado su plaza por oposición o a quienes aspiran a lograrlo. A los ciudadanos nos va mucho en este debate porque unos funcionarios que deben su plaza a su esfuerzo personal son mucho más independientes y celosos de la legalidad que quienes han sido promocionados por el dedo de cualquier político. La cuestión nos importa a todos porque se trata de garantizar que esos altos funcionarios estén al servicio del interés público y no del interés del gobierno.

Ahí tenemos, como ejemplo práctico el caso de Álvaro García Ortiz, el fiscal general del Estado que tiene el dudoso honor pasar a la historia por ser el primero que va a sentarse en el banquillo de los acusados. Nunca acumuló suficientes méritos profesionales para acceder al cargo que desempeña. Pasó por delante de muchos otros fiscales, algunos de tendencia progresista, con carreras más brillantes que la suya solo por su disposición a tragar carros y carretas si así lo ordenaba el mando. Esa mezcla de obediencia ciega y torpeza personal le llevaron a enfangarse en una ridícula batalla política, ganar el relato contra Díaz Ayuso, que le tiene al borde del banquillo. Por esa misma sumisión, entre defender el prestigio de la fiscalía y renunciar al cargo o dar otra absurda batalla política, ahora contra el Supremo, Álvaro García Ortiz ha escogido, de nuevo, actuar como un kamikaze de Pedro Sánchez. No descarten que le pongan como ejemplo a seguir en esos cursillos de funcionarios a la carta que Óscar López quiere extender a toda la Administración.