Javier Zarzalejos-El Correo

  • Sánchez resiste apoyado en una constelación de minorías destructivas y adopta como estrategia la ruptura de los consensos que cimentaron la Transición

Es conocida la cita de Ortega, y esta es auténtica. «Lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa». En realidad, sabemos que lo que está pasando es la caducidad de los paradigmas políticos y culturales, en el sentido más amplio del término, en los que hemos vivido las cuatro últimas generaciones.

En el terreno internacional, el orden basado en reglas yace destruido por la emergencia de potencias revisionistas que simplemente reniegan de ese orden en el que ven la plasmación de una dominación histórica occidental. En Washington, un presidente de personalidad tan cuestionable se ha puesto al frente de la demolición de ese mismo orden, en gran medida obra del mejor Estados Unidos, reduciendo el ejercicio del poder a una sucesión de actos de ‘bullying’, amenazas y dictados que arrasa alianzas y enajena voluntades.

Los logros de un comercio internacional libre y ordenado según reglas objetivas se olvidan en favor de políticas proteccionistas impulsadas desde Estados Unidos, donde Trump vende el espejismo de que los aranceles son la solución a todos los problemas, instalado en la mentira de que su país ha sido parasitado por sus aliados, olvidando que precisamente en ese orden internacional que se denigra es en el que EE UU ha alcanzado la cúspide de su poder.

No es menos preocupante el estado de la democracia entendida no solo como un procedimiento de elección de los gobernantes, sino como un sistema de frenos y contrapesos para someter al poder a normas jurídicas para garantizar las libertades. Proliferan las distorsiones iliberales en los sistemas democráticos que degradan el pluralismo, minan la posición y la independencia de los jueces, ignoran los procesos de deliberación neutralizando los parlamentos y cultivan el culto al líder por encima de la ley. Y no, no solo hablamos de Hungría.

En España, a partir de la afirmación de Sánchez de estar dispuesto a gobernar con o sin el Parlamento -un peligroso disparate tratándose de un régimen de democracia parlamentaria como el nuestro- se ha roto el principio básico de que el Ejecutivo debe contar con la confianza del poder legislativo, se ha introducido el gobierno por decreto, se extiende el intervencionismo para desecar el pluralismo con burdas justificaciones como la lucha contra la desinformación y se normaliza la arbitrariedad, con casos que van desde la escandalosa situación del fiscal general del Estado hasta el mangoneo sin recato en la vida económica y empresarial.

Asistimos a un fenómeno que tiene precedentes pero que, precisamente por eso, es más preocupante. Los antisistema se han alojado en los sistemas democráticos y, como si se tratara de una patología autoinmune, los atacan desde dentro. Trump es un antisistema que ha conseguido reventar el sistema de partidos en Estados Unidos, pone en solfa el sistema constitucional de frenos y contrapesos y ha secuestrado el debate democrático, haciendo de EE UU un país irreconocible y huraño en el que difícilmente se puede ver un aliado que inspire confianza y anime al acuerdo.

Sánchez, en ese entorno insalubre en el que se ha instalado, pone en cuestión los elementos centrales de la democracia parlamentaria, resiste apoyado en una constelación de minorías destructivas sin compromiso alguno con el interés general y ha adoptado como estrategia la deconstrucción del sistema constitucional de la Transición mediante la ruptura de los consensos que lo han cimentado.

En Reino Unido, el conservadurismo alucinado de los eurófobos lleva a los máximos responsables del Brexit, el Partido Conservador, a un riesgo muy cierto de irrelevancia. También ellos jugaron a ser antisistema desde el Gobierno y, claro está, cuando eso ocurre, los que ganan siempre son los antisistema con pedigrí, es decir, tipos como Nigel Farage, verdadero autor intelectual de aquel desastre unido al desvarío de los conservadores que sucedieron a Margaret Thatcher y John Major.

Y por aquí también funciona la paradoja de los antisistema de traje y corbata. Tiene su gracia que el nacionalismo que ha gobernado sin interrupción en el marco constitucional y estatutario con el que se recuperó la democracia apueste por su desmantelamiento en este proceso «destituyente» al que aludió el ministro de Justicia de Sánchez y hoy magistrado del Tribunal Constitucional Juan Carlos Campo. Porque cuando se juega la carta antisistema, los que tienen mejor mano son los antisistema de verdad que ven la partida abierta y, peor, pueden terminar ganándola. De hecho, van avanzando.