Miquel Escudero-El Correo

Aprecio mucho a un estudiante que tuve en clase el año pasado. Nació en Barcelona, es español y se llama Mohamed; sus compañeros le dicen Moha y con este nombre me dirijo yo a él. Sus padres son marroquíes y él ha incorporado a su identidad familiar la condición de español. Identidades solapadas. Somos compatriotas. Moha es un hombre educado, respetuoso, tímido. El estallido de barbarie racista de estos días me ha hecho evocar su rostro y las breves conversaciones que sostuvimos.

Entre sus compañeros, Moha es Moha, no es ‘el moro’. Diré que me repele tanto el buenismo como el paternalismo. Para mí, Moha era uno más: uno de mis estudiantes, un ciudadano. No debe ser de otro modo. Sin embargo, no me autocensuro al hablar de negros o de moros. Era yo muy niño cuando escuché a mi padre ironizar en la mesa: «Para ir a la guerra del Vietnam los negros sí son estadounidenses». Era la época de Martin Luther King y Muhammad Ali (el gran Cassius Clay). Quiero decir que los negros son negros; los blancos, blancos; los moros, moros (del norte de África). Y sin ningún desdoro ni retintín.

Como decía, he pensado estos días en Mohamed, alguien muy apreciado por mí y que habría podido ser objeto de persecución. La carroña humana llamó a rebato para una repugnante e indiscriminada cacería de magrebíes, después de que tres tipos foráneos pegaran una paliza porque sí a un hombre que paseaba solo. Esto no se resuelve hablando de forma compulsiva e irresponsable de la extrema derecha, la cual no ha dejado de crecer desde que Sánchez llegó a presidente; cada día la menciona y es su mayor valedor. Hay que hablar de personas y tratarlas como tales