Amaia Fano-El Correo

La política española vuelve a mostrar su peor cara -la de la mentira institucionalizada- a raíz de que en los últimos días hayamos conocido varios casos de responsables públicos que falsearon su titulación académica.

La serpiente de verano que el ministro tuitero, Óscar Puente, se sacó de la chistera para desviar la atención de la corrupción y la degradación moral que tiene contra las cuerdas a su partido se ha viralizado y, ahora mismo, no hay diputado, ministro, alcalde o concejal de pueblo cuyo currículum no sea analizado con lupa para comprobar que donde debe decir bachiller no ponga licenciado y que quien debiera de aparecer como graduado no figure como doctor.

Un grave caso de ‘titulitis aguda’ que se ha cobrado ya tres dimisiones: la de la joven diputada del PP Noelia Núñez; el consejero de Gestión Forestal y Mundo Rural de Extremadura, Ignacio Higuero (ex de Vox); y el comisionado del Gobierno para la dana, José María Ángel Batalla (PSOE), y que tiene a la práctica totalidad de la clase política revisando y, en su caso, rectificando sus credenciales académicas, extendiendo la sombra de la sospecha sobre el delegado del Gobierno en Extremadura, José Luis Quintana (PSOE); la vicepresidenta de la Asamblea de Madrid, Ana Millán (PP); y el presidente del Senado y cuarta autoridad del Estado, Pedro Rollán (PP), por el increíble caso de su currículum menguante.

El asunto da para un tratado acerca de la meritocracia y de si la política se trata más de una cuestión de vocación de servicio público que de acumulación de títulos, como curiosamente sostiene la propia ministra de universidades, Diana Morant, mostrando escasa confianza en los conocimientos que estos llevan aparejados. Pero es indiscutible que estamos ante una práctica más habitual de lo que muchos quisieran reconocer. Por inseguridad o por vanidad, quien más quien menos procura dar lustre a su historial académico, engordándolo con licenciaturas, másteres y diplomaturas inexistentes, sin medir las consecuencias del descrédito colectivo, porque mentir sobre la formación es también una forma de fraude público que socava la credibilidad del sistema erosionando la confianza desde dentro.

Efectivamente, no es una cuestión de títulos, sino de valores. La ciudadanía no exige que sus representantes sean doctores cum laude, pero sí que sean honestos. Y la honestidad es no aceptar «comisiones» ni mordidas a cambio de favores, ni promover leyes diseñadas a la medida de los amigos del poder, ni abultar currículums. El problema es la falta de controles y de vergüenza en las instituciones y los partidos. Por ello urge una verificación pública de las titulaciones, garantizar la transparencia curricular obligatoria, establecer sanciones internas y, por supuesto, exigir dimisiones automáticas. No basta con borrar un título de una web institucional cuando salta el escándalo. La regeneración democrática no se hace solo con grandes discursos. Empieza por reconocer que un título no otorga valor político, pero falsificarlo lo anula por completo