Juan Carlos Girauta-El Debate
  • El más mediocre de los sofistas convencería a tus conciudadanos de que tu sombra pertenece a todos, de que simboliza algo más importante que tú (lo primero que se le pase por la cabeza). Pero, ¿cómo no va a ser tuya tu sombra? ¿Qué más te puede quitar el Estado?

Con motivo del octogésimo aniversario de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, vuelvo a encontrarme con la foto de una sombra suelta, la sombra de un hombre que no está, la que se quedó impresa en la piedra. La sombra sin hombre. Imagínate tu sombra sin ti. Lo suyo sería que no estuvieras vivo para opinar sobre el legado intangible (puedes tocar la piedra, no la sombra). Si en una improbable hipótesis sobrevivieras, ¿qué harías con tu sombra? Tan sola y desprotegida, tan temible y anómala. Alude a ti. El más mediocre de los sofistas convencería a tus conciudadanos de que tu sombra pertenece a todos, de que simboliza algo más importante que tú (lo primero que se le pase por la cabeza). Pero, ¿cómo no va a ser tuya tu sombra? ¿Qué más te puede quitar el Estado?

No te quepa la menor duda: te robarían la sombra después de cobrarte un impuesto especial, o una multa periódica, por ocupar espacio público. Tú preferirías hurtarle ese espanto a la posteridad, porque una sombra suelta no es normal. Evoca su inverso, un hombre sin sombra. No el que está quieto al mediodía para un experimento, sino el que deambula por las callejas de cualquier ciudad centroeuropea llena de historia, de crimen, de secretos, de infidelidades, esperanzas, desdichas. Un tipo busca una taberna en la madrugada y, al torcer una esquina bajo faroles de hierro clavados en los muros, no deja rastro. Los transeúntes, que ven crecer sus sombras hasta ocupar fachadas enteras para luego reducirse, notan la ausencia inexplicable y aceleran el paso para alejarse del hombre que reputan sin alma o sin existencia. Un espectro.

Volvamos: eres el superviviente que dejó su sombra en unas escaleras de Hiroshima. Naturalmente, sigues teniendo sombra porque eres un cuerpo físico sometido a los caprichos de la luz y ubicado en algún lugar. Pero la sombra octogenaria que otros visitan, con cuya observación sienten escalofríos, la que provoca instantáneos viajes en el tiempo donde tú eres un joven que se dejó allí lo que nadie se había dejado nunca, aquella sombra octogenaria te sigue aludiendo. Es tuya. No hay modo de evitarlo. Cualquiera que se vea convertido en símbolo de campañas de concienciación está siendo violado.

Quieres destruir tu sombra con un martillo, pero te preocupa decepcionar a tantos como susurran a tu paso «es el hombre sin sombra». Y ello a pesar de que tu sombra la llevas pegada a los pies y no te suelta. Pero en el plano simbólico, colectivo, eres el hombre sin sombra. Y ellos siguen sin entender que lo espantoso, y lo único verdadero, es la sombra sin hombre. Una sombra que se emancipó. Ante las previsibles campañas que te incluyen en las rutas del turismo nuclear, y que solo buscan el estremecimiento, es preferible descorazonarlos a todos y no sucumbir a tu sombra. Miente, afirma que tú no estuviste allí ese día de julio del 45. Como Enric Marco, pero al revés.