Editorial-El Español

La orden secreta de Donald Trump al Pentágono autorizando operaciones militares contra cárteles latinoamericanos, incluido el Cártel de los Soles que «lidera» Nicolás Maduro, marca un punto de inflexión peligroso en la crisis venezolana.

Mientras es innegable que el dictador caraqueño ha superado en tiranía y alcance criminal al propio Manuel Noriega, la tentación de repetir la ‘Operación Causa Justa’ de 1989 constituiría un error estratégico de consecuencias impredecibles.

La comparación entre ambos déspotas resulta esclarecedora. Noriega controló Panamá durante apenas seis años, limitando su criminalidad al narcotráfico y la corrupción relacionada con el Canal.

Maduro, en cambio, lleva más de una década consolidando un aparato criminal diversificado que abarca desde el tráfico de cocaína hasta la minería ilegal de oro y coltán.

El Cártel de los Soles, según la DEA, maneja 250 toneladas de cocaína anuales y ha exportado su modelo delictivo a través de organizaciones como el Tren de Aragua, que opera desde Colombia hasta Estados Unidos.

La designación del Cártel de los Soles como organización terrorista internacional no es una decisión menor. Otorga a Washington la base legal para operaciones que van más allá del ámbito policial, equiparando al régimen venezolano con ISIS o Al-Qaeda.

Como ha declarado el secretario de Estado Marco Rubio, esta catalogación «nos da autoridad legal para atacarlos de maneras que no se pueden hacer si son sólo un grupo de delincuentes».

Sin embargo, la autorización legal no convierte automáticamente una intervención militar en una decisión acertada.

Las diferencias estructurales entre el Panamá de 1989 y la Venezuela actual son abismales. Mientras Noriega enfrentó múltiples intentos de golpe y carecía de respaldo internacional significativo, Maduro mantiene cohesión militar interna y cuenta con el apoyo explícito de Rusia, China, Cuba e Irán.

Venezuela posee además las mayores reservas petroleras del mundo y un territorio siete veces mayor que Panamá, donde Estados Unidos necesitó 27.000 soldados para una operación que duró cuarenta y dos días.

La respuesta adecuada no radica en aventuras militares, sino en intensificar el sistema de sanciones más extenso aplicado contra un país latinoamericano en décadas. Las más de trescientas personas sancionadas internacionalmente y los aranceles del 25% a países que compren petróleo venezolano representan herramientas más efectivas que los misiles para socavar el régimen.

El fraude electoral del 28 de julio pasado, donde Maduro se proclamó ganador sin presentar actas mientras la oposición documentaba su derrota con más de cuatro millones de votos de diferencia, demuestra que el régimen carece de legitimidad democrática.

La coordinación internacional del 10 de enero, cuando Estados Unidos, la Unión Europea, Reino Unido y Canadá aplicaron sanciones simultáneas, evidencia que existe consenso global sobre la naturaleza criminal del chavismo.

La presión económica sostenida, el aislamiento diplomático progresivo y la recompensa récord de cincuenta millones de dólares por Maduro constituyen el camino correcto. China ya ha paralizado temporalmente las compras petroleras tras el anuncio de aranceles, demostrando que las medidas económicas pueden fracturar las alianzas que sostienen al régimen.

Venezuela merece libertad, pero esta debe llegar a través de medios legítimos que no conviertan la solución en un problema mayor. La experiencia enseña que las intervenciones militares generan consecuencias imprevistas, mientras que las sanciones coordinadas internacionalmente pueden erosionar gradualmente los pilares económicos del autoritarismo sin derramamiento de sangre.

La dictadura de Maduro debe caer, pero por la vía del Derecho internacional, no por la fuerza de las armas.