Manfred Nolte-El Correo

  • El acuerdo no debe idealizarse, tampoco demonizarse. Deja a la UE margen para seguir construyendo su autonomía estratégica

Europa ha pactado con Estados Unidos un acuerdo comercial que muchos califican de capitulación encubierta. Las voces críticas, no pocas, ven en las concesiones agrícolas o en la eliminación de aranceles a productos estadounidenses una claudicación que amenaza a largo plazo a la industria europea.

Y, sin embargo, pasada la indignación inicial y aplacado el amor propio, otros, entre los que me cuento, consideramos que se trata del mejor acuerdo posible, pero agregando la cautela del ¡por ahora! Porque Trump, imprevisible donde los haya, ha vuelto a tensar la cuerda. Si Bruselas no cumple, entre otros, sus compromisos de inversión en suelo estadounidense por valor de 600.000 millones de dólares, una cifra colosal y, en parte, inviable por depender del sector privado, los aranceles actuales del 15% podrían escalar al 35%, a tenor de la amenaza de última hora. Paul Krugman se ha hecho eco de la interpretación surrealista de Trump, quien ha llegado a describir esos 600.000 millones como «un regalo personal» agregando: «puedo hacer con ellos lo que yo quiera». El acuerdo inicial, que ya había rebajado ligeramente la presión bilateral, queda así bajo una nueva amenaza. Una espada de Damocles pendiendo de un hilo sobre la ya maltrecha relación transatlántica.

El pacto que Europa cierra con Trump, no con Estados Unidos de América, no es un pacto al uso. Se ha fraguado en el campo de golf de Turnberry, propiedad del neoyorquino, símbolo inequívoco de su estilo ególatra y teatral. Pero más allá del decorado, lo cierto es que evita, al menos de momento, un conflicto comercial en toda regla. El Ejecutivo comunitario ha defendido con pragmatismo que no se trata de un acuerdo para entusiasmar, sino para sobrevivir. Si las amenazas actuales llegaran a materializarse, hasta los más críticos acabarían añorando este primer acuerdo. No hay lugar para la estética en tiempos de acoso geopolítico.

Europa ha negociado desde una posición débil. La dependencia militar respecto a Washington y el papel insustituible de Estados Unidos para la resistencia de Ucrania ante la invasión rusa han limitado su margen de acción. No era solo una cuestión comercial, sino estratégica: un pulso con Trump podía poner en peligro la defensa europea, y, por tanto, su estabilidad más inmediata. El resultado se ha traducido en una retirada a tiempo que, sin ser gloriosa, ha evitado un escenario de pérdidas mutuas, un patético ‘lose-lose’ en palabras de la Comisión, y que otorga a Europa un pequeño respiro para adaptarse a un entorno crecientemente hostil.

Los puntos clave del pacto reflejan esa asimetría. La Unión Europea elimina aranceles a productos estadounidenses y promete compras masivas de energía y material militar, mientras que EE UU aplica un arancel genérico del 15% sobre las exportaciones europeas y mantiene intactas las tasas al acero y al aluminio. No es difícil entender por qué ha sido recibido con escepticismo en París, Berlín o Roma. Y, sin embargo, evita un terremoto.

Trump ha presentado el acuerdo como una «gran victoria» para su país y ha dejado claro que lo interpreta como una transacción unilateral: Europa paga para mantener la paz. Pero incluso desde esta óptica tan cruda, cabe preguntarse si había alternativa real. En 2010, cuando España se jugaba su permanencia en el euro, Zapatero aceptó un fuerte ajuste fiscal en una noche de mayo. No fue por gusto. Fue por necesidad. Como ahora.

Los nuevos aranceles entraron oficialmente en vigor ayer. ‘Alea jacta est’, la suerte está echada. La etapa de los avisos ha quedado atrás y comienza el tiempo de las consecuencias. Aunque aún hay aspectos por perfilar -como el tratamiento final de los medicamentos o los chips, que podrían verse gravados hasta con un 100%-, el rumbo ya está marcado.

Este acuerdo no debe idealizarse, pero tampoco demonizarse. Hay que interpretarlo como un dique de contención. Un pacto forzado por la asimetría de poder militar y comercial, pero que deja a Europa margen para seguir construyendo su autonomía estratégica. Como una pieza más de la nueva era comercial en la que los tratados son provisionales, los aranceles son armas y la diplomacia se hace a golpe de ultimátum. Es también un recordatorio de que la globalización total ha muerto, y de que Europa deberá aprender a navegar en aguas más turbulentas, construyendo su autonomía sin dejar de sostener sus principios.

Ucrania es el telón de fondo del sainete tragicómico que acaba de representarse. La causa sigue siendo justa, pero su defensa tiene costes severos. Y Europa ha preferido asumirlos antes que desertar de sus compromisos cardinales. En ese contexto, evitar un incendio mayor y ganar tiempo puede no ser un triunfo, pero sí una estrategia digna. Frente al chantaje, contención. Frente a la amenaza, flexibilidad.