Editorial-ABC

  • Las principales virtudes para gestionar una política de industria militar son la prudencia y el pragmatismo. Una y otro están desapareciendo de la agenda del Gobierno

El Gobierno tiene la responsabilidad de dirigir la política de defensa y establecer, conforme a sus planes estratégicos, los programas de material militar. Estos procesos son lentos y están sometidos a múltiples factores condicionantes, tales como las amenazas que sufra el país, los rearmes de naciones vecinas, las decisiones de organizaciones internacionales de defensa, como la OTAN, y las políticas de alianzas e intercambios con socios fiables y estables, con las que se crean flujos de contratos militares y de inteligencia sobre terrorismo o crimen organizado. Y además hay que considerar si se tienen o no las capacidades para, en un determinado momento, acudir a una especie de autarquía industrial.

Las principales virtudes para gestionar una política de industria militar son la prudencia y el pragmatismo. Una y otro están desapareciendo de la agenda del Gobierno en sus relaciones con Estados Unidos, dando paso, en su lugar, a una sucesión de situaciones y decisiones a cada cual más inconveniente. La polémica con Washington por los contratos con la empresa china Huawei y la renuncia a la compra de aviones de combate F-35 no ha surgido de la nada, sino que se engancha a la negativa de España a aumentar su presupuesto en defensa, tal y como acordó la última asamblea de la OTAN, y al activismo de Pedro Sánchez contra Israel, el otro gran proveedor de España de armamento e inteligencia. Es evidente que ningún gobierno tiene que variar sus políticas solo porque lo exija Donald Trump, con su lenguaje tosco y amenazante. El interés nacional obliga a tomar decisiones que no siempre gustan a los aliados. Pero sucede que Sánchez no está fijando un rumbo propio a la política de defensa española. Simplemente la está dejando sin rumbo.