Florentino Portero-El Debate
  • Todos sabemos que Huawei no es una empresa normal, nacida del espíritu emprendedor de un grupo de tecnólogos. Bien al contrario, surgió del entorno militar, disfrutando en todo momento de su protección y respaldo

Las reacciones en Washington, las capitales europeas y entre los españoles basculan entre la sorpresa y la perplejidad ¿Cómo es posible que un Estado miembro de la Unión Europea y de la OTAN haya situado tecnologías de la empresa china Huawei en el corazón de departamentos clave tanto para la seguridad interior como la defensa?

Todos sabemos que Huawei no es una empresa normal, nacida del espíritu emprendedor de un grupo de tecnólogos. Bien al contrario, surgió del entorno militar, disfrutando en todo momento de su protección y respaldo. Si tenemos en cuenta que China es un depredador de innovación ajena, podemos hacernos una idea del tipo de ayuda que Huawei ha venido recibiendo, hasta convertirse en un referente mundial en su sector. Toda empresa china tiene el deber de entregar a las autoridades la información que se le solicite, pero este no es el caso. Huawei es parte del sistema, creada por y para ejercer influencia.

Tanto la OTAN como la UE rechazan la instalación en sus redes de comunicación de elementos de esta empresa, por costosa que sea la alternativa. Con razón temen tanto la filtración de información como la generación de dependencias críticas. No es sólo una imposición más de Trump en su pulso para aislar a China y frenar su creciente penetración en el espacio europeo. Son los propios estados europeos, animados por sus respectivos servicios de Inteligencia, los que tratan de evitar estos sistemas, conscientes del peligro que corren de utilizarlos ¿Por qué entonces la disonancia española?

La acción exterior es sólo una expresión de la política. No disfruta de una autonomía que la sitúe por encima de las disputas partidistas. El actual Gobierno socialista actúa en este caso desde una perspectiva amplia de cuáles son sus objetivos, coherente con una historia centenaria. La democracia no fue nunca su objetivo final. La ignoró durante la monarquía de Alfonso XIII, llegando a colaborar con la dictadura de Primo de Rivera. Durante la II República protagonizó un intento de golpe de Estado y no tuvo reparos en falsear unas elecciones generales. Su responsabilidad en la Guerra Civil si no única es muy relevante. En cuanto a su deriva radical en aquellos años no parece necesario insistir, por ser de sobra conocida.

Con la Transición el partido, recién reconstituido, vivió momentos de grave tensión, ejemplificados en el XXVIII Congreso. Finalmente se impuso la posición liderada por Felipe González y apoyada por partidos europeos del mismo signo. Tras la II Guerra Mundial Europa se había reconstruido en torno a un consenso socialdemócrata. Los partidos de derechas abandonaban el liberalismo, siguiendo la senda marcada por la Iglesia Católica, y los de izquierdas la revolución. Surgía así el Estado de bienestar. González se impuso a las bases del partido, rodeado por jóvenes procedentes de familias conservadoras y con alto nivel de formación. González apostó claramente por la modernización de España, pero no dudó en intervenir los medios de comunicación y en violentar la independencia judicial cuando le interesó.

Con la llegada de Rodríguez Zapatero ascendieron a la dirección del partido los que habían rechazado la ‘reforma’ y demandado la ‘ruptura’. Los que consideraban que la Transición había sido la última victoria del Franquismo y de las clases conservadoras. Una situación que debía ser revertida.

Con Sánchez vivimos una fase de desarrollo del giro impuesto por ZP, que todavía hoy ejerce un indudable liderazgo. En lo fundamental los socialistas buscan la superación del régimen del 78, apoyándose en todas aquellas fuerzas que, por una u otra razón, tienen el mismo objetivo. Tanto la unidad nacional como la democracia son parte consustancial de un legado a superar, de ahí el asalto a las instituciones, el acoso a la libertad de prensa y, muy especialmente, a la independencia de nuestros jueces. La democracia está en peligro en todo Occidente, asediada tanto desde la derecha como desde la izquierda. En un singular bucle histórico estamos volviendo a los años previos al estallido de la II Guerra Mundial, con las instituciones representativas cuestionadas y fuerzas emergentes planteando alternativas autoritarias.

España no ha tenido propiamente una política exterior desde 1975, como tampoco ha disfrutado de una política educativa. Los consensos nunca llegaron a tanto. Estas políticas han sido campo de batalla ideológico y, por lo tanto, han estado sometidas a continuos vaivenes. Para los socialistas de hoy el guion es el establecido en el Grupo de Puebla, que nada tiene que ver con el consenso socialdemócrata de los años de la Guerra Fría. Si ZP se negó a levantarse ante la bandera de los EE.UU. y retiró nuestras fuerzas del programa de estabilización y reconstrucción de Irak, Sánchez aprovecha el nacionalismo avasallador de Trump para marcar distancias del vínculo trasatlántico y de la cohesión europeísta, fundamento de la democracia en el Viejo Continente. El apoyo al narco-régimen bolivariano y a los movimientos ‘progresistas’ en América; la disposición a hacer el juego a Hamás a costa de los propios palestinos y de los estados árabes; o la disposición a asumir el papel de defensor de los intereses chinos en Europa y entre los amigos del Grupo de Puebla son expresiones coherentes de una política que en el plano nacional supone la superación del régimen vigente y que en el internacional propugna el fin de los acuerdos implícitos en el ‘orden liberal’.

No se trata sólo de los intereses personales de Rodríguez Zapatero o de lobbies como Acento, repleto de antiguos colaboradores del citado expresidente. Por muy excéntricos y disparatados que puedan parecer comportamientos como el de nuestro gobierno con Huawei, responden a una política tan coherente como antidemocrática.