Javier Martínez-Torrón-ABC

  • La democracia se caracteriza por su respeto a la libertad, con el pluralismo que de ella se deriva. Los musulmanes, inmigrantes o no, son como cualquier otro ciudadano, con sus deberes y con sus derechos

La decisión del Ayuntamiento de Jumilla de restringir el uso de sus instalaciones deportivas exclusivamente a actividades relacionadas con el deporte, ha causado gran revuelo, pues los habitantes musulmanes de ese municipio (unos 1.500) no podrán continuar celebrando allí el fin del Ramadán y la Fiesta del Cordero, como venían haciendo desde tiempo atrás. Lo más triste de este episodio es que a los principales actores políticos no parece importarles demasiado la situación de los ciudadanos musulmanes y de sus libertades, entre ellas la libertad religiosa. Más bien da la impresión de que son utilizados como munición en un fuego cruzado de acusaciones contra el rival, con intención electoralista. Nada nuevo, en España, donde la trifulca política ha terminado por contaminar todo, lo público y lo privado.

Más allá del apasionamiento que ha caracterizado la mayoría de las opiniones vertidas en el ámbito mediático, comencemos por aclarar que un ayuntamiento es libre de destinar sus instalaciones deportivas a lo que considere conveniente. Salvo, naturalmente, que exista un propósito discriminatorio, como sucedería si se prohíbe la utilización de un polideportivo a un determinado grupo religioso cuando se le permite a otros; o si se excluye el uso religioso pero se autorizan otras actividades no deportivas de tipo cultural, artístico, etc., pues en tal caso las confesiones religiosas podrían alegar que están siendo discriminadas respecto a otras entidades de la sociedad civil. En muchos lugares los equipamientos deportivos se utilizan también para otras actividades, en apoyo de iniciativas sociales o buscando un rendimiento económico. Pero en principio nada hay que objetar a que un ayuntamiento los reserve sólo para el deporte.

Sin embargo, en el caso de Jumilla sucede que, siendo neutral el texto de la moción finalmente aprobada por el Ayuntamiento, no es fácil evitar la sospecha de que su redacción oculta la verdadera finalidad: impedir que la comunidad islámica continúe celebrando en el polideportivo municipal algunas fiestas de gran importancia en el islam. Esto no sólo es ‘vox populi’, sino que también lo sugiere el origen y evolución de la iniciativa. La moción presentada por Vox era muy clara al respecto: se trataba de prohibir la celebración pública de fiestas islámicas, que calificaba de «prácticas culturales foráneas que no forman parte de la tradición española y que inciden sobre la cohesión social, generando tensiones y conflictos internos, desarraigo y erosión de la identidad nacional». No se avergonzaba el proponente de sacar pecho en algo jurídicamente insostenible, por discriminatorio contra los musulmanes. El PP, de manera más inteligente pero aparentemente coincidiendo en el mismo objetivo real, modificó la moción de modo que se mantuviera lo esencial –descartar el uso de instalaciones deportivas para actividades religiosas– pero eliminando cualquier referencia explícita al islam.

Esa estrategia no es nueva. El Estado francés lo ha venido haciendo desde hace años, con leyes que, bajo la apariencia de un lenguaje neutral e igualitario, en realidad persigue minimizar la visibilidad de ciertas prendas características del islam –sobre todo en mujeres– en entornos educativos e incluso en la vía pública. La experiencia francesa, precisamente, debería ser ilustrativa de lo que no debe hacerse. Aunque ratificada por el Tribunal de Estrasburgo en sentencias muy controvertidas (la más chocante, S.A.S., de 2014), no ha dejado de ser criticada, con razón, por numerosos juristas europeos y americanos de muy diferentes orientaciones ideológicas. Y, desde un punto de vista práctico, se ha mostrado claramente ineficaz. Lo que muchos franceses perciben como «el problema del islam» no ha cesado de agravarse a lo largo de este siglo. Las políticas de exclusión han sido contraproducentes, y muchos pensamos que su dureza trata de ocultar el gran fracaso de Francia en la integración de los inmigrantes y de la creciente minoría musulmana. Más allá de los principios, un elemental pragmatismo indica que imitar a Francia en estos temas no parece la mejor idea.

Quienes justifican la medida adoptada en Jumilla suelen recurrir a dos argumentos. Uno es el de la reciprocidad: «toleraremos las costumbres de los musulmanes en España cuando en sus países respeten la libertad de los cristianos». Sin duda, los problemas de los cristianos en muchos países islámicos son reales y graves: desde la falta de libertad de culto a la persecución pura y dura. Pero sería una simpleza notable culpar de esas políticas a ciudadanos que abandonan sus lugares de origen y vienen a España en busca de un futuro mejor para sus familias; como si fueran agentes al servicio de sus gobiernos, en silenciosa invasión. Además, el razonamiento de la reciprocidad en el mal es contrario a los valores que inspiran nuestras democracias, edificadas sobre una base moral que incluye un esencial componente cristiano. Entre ellos, en un lugar central, la libertad religiosa, como recuerda la Conferencia Episcopal española en su nota en apoyo de la comunidad islámica.

Es justamente la aceptación de «nuestros valores» la otra razón que suele esgrimirse para justificar la discriminación de los musulmanes. Cada vez que leo o escucho esa argumentación, me pregunto por cuáles son los valores que tiene en mente quien así se expresa. ¿Se trata quizá de la disponibilidad de la vida humana por razones de conveniencia, de modo que se pueda matar a un ser humano que aún no ha nacido, mientras nos escandalizamos si alguien da una patada a un perro, fuma en presencia de un niño o pide solomillo en un restaurante? ¿Entender que una mujer sólo es moderna y «liberada» si viste de determinada manera, y antepone su actividad laboral a la familia porque la vida le obliga a ello, y no por decisión voluntaria? ¿Avergonzarse de exteriorizar la afiliación religiosa porque el escepticismo o el relativismo son mejor aceptados socialmente? Si eso es así, no es extraño que aceptar esos «valores» resulte difícil para personas que se sienten orgullosas de su tradición religiosa, o mujeres que no necesitan sentirse objeto de deseo para saberse mujeres en plenitud. Creo que más de un católico se sumaría a esa actitud. La alcaldesa de Jumilla ha declarado que la moción aprobada se circunscribe a las instalaciones deportivas y no afecta a otros espacios públicos; y que en ningún caso persigue discriminar a los musulmanes ni obstaculizar la práctica de su fe. Ojalá sea así. Pero muchos habrían agradecido que esa medida hubiera ido precedida de una clarificación a la comunidad islámica, asegurándoles facilidades para poder celebrar festividades religiosas que son para ellos de gran importancia. Es lo que se espera de un país cuya Constitución recoge el principio de cooperación con la religión.

En las últimas semanas se discute sobre políticas en inmigración. Si hay algo claro en esto, es la necesidad de integrar al inmigrante. Lo cual implica aceptar a las personas como son, con su identidad propia, incluida la religión o creencias, que forman parte esencial de la identidad de una persona. La democracia se caracteriza por su respeto a la libertad, con el pluralismo que de ella se deriva. Los musulmanes, inmigrantes o no, son como cualquier otro ciudadano, con sus deberes y con sus derechos. Y merecen ser tratados como tales. Rechazarlos, o estigmatizarlos, por el mero hecho de no responder al estereotipo mayoritario del español –¿existe hoy de verdad tal cosa?– equivaldría a hacer realidad el principio central de la alegórica granja orwelliana: que «unos son más iguales que otros».