Editorial-El Español

Europa ha hablado con voz unánime en las horas previas a la cumbre de Alaska que tendrá lugar este viernes entre Donald Trump y Vladímir Putin.

Esta firmeza no es casual ni retórica. Responde a la urgencia de una situación que puede determinar el futuro de la seguridad continental durante las próximas décadas.

La coordinación entre los principales líderes europeos, desde Berlín hasta Roma, pasando por París y Londres, ha logrado algo que parecía imposible hace apenas unos meses: presentar un frente común ante Donald Trump y trasladarle un mensaje inequívoco sobre Ucrania.

La videoconferencia de este miércoles, coordinada por el canciller alemán Friedrich Merz, y en la que Pedro Sánchez sólo ha ejercido un rol secundario, no ha sido un mero ejercicio diplomático de cortesía. Ha sido una operación de presión calculada para evitar que Trump entregue a Putin lo que el dictador ruso no ha podido conquistar en el campo de batalla.

La participación de líderes como Emmanuel MacronGiorgia Meloni y Keir Starmer en estas conversaciones revela la gravedad del momento. No se trata sólo de mantener el apoyo a Kiev, sino de defender los principios que han sustentado el orden europeo desde 1945.

Cuando Macron insiste en que cualquier negociación territorial debe contar con el visto bueno de Zelenski, o cuando Merz subraya que Ucrania debe pronunciarse sobre cualquier intercambio de territorios, están defendiendo algo más que las fronteras ucranianas: están defendiendo la idea misma de que las fronteras no se cambian por la fuerza.

La reacción de Trump a esta presión europea ha sido reveladora. Sus elogios a los «excepcionales» líderes europeos y su compromiso de «escuchar sus perspectivas» contrastan llamativamente con su discurso previo sobre posibles «intercambios territoriales».

Esta evolución no es casualidad: es el resultado directo de una estrategia europea que, por primera vez en mucho tiempo, ha logrado hablar con una sola voz.

La trampa de los intercambios territoriales

Trump llegó a la presidencia de los Estados Unidos prometiendo un acuerdo rápido en Ucrania, y su propensión a los «intercambios territoriales» refleja una comprensión superficial del conflicto.

Pero los europeos le han explicado una verdad fundamental: no se puede premiar al agresor con el botín de su agresión.

Cuando Rusia invadió Ucrania, violó el principio básico del Derecho internacional que prohíbe el cambio de fronteras por la fuerza. Legitimar esa violación mediante un acuerdo que reconozca las conquistas rusas no sería paz, sino capitulación.

La experiencia europea con Hitler en los años treinta sigue siendo una lección vigente. Múnich no trajo la paz: trajo una guerra más devastadora. Los territorios que se ceden al agresor nunca satisfacen su apetito; simplemente le dan tiempo para reorganizarse y volver a atacar.

Putin ha demostrado repetidamente, además, que sólo entiende el lenguaje de la fuerza, y cualquier señal de debilidad sería interpretada como una invitación a continuar su expansión imperial.

Europa mantiene la presión

Es significativo que la Casa Blanca haya rebajado la cumbre de Alaska a un «ejercicio de escucha», describiendo la reunión como una «toma de contacto» más que como una negociación sustantiva.

Esta retórica sugiere que la presión europea ha surtido efecto, obligando a Trump a moderar sus expectativas y alejándolo de la tentación de cerrar un acuerdo precipitado que beneficie a Putin.

La firmeza europea ha conseguido que Trump comprenda que cualquier acuerdo que ignore los intereses ucranianos y europeos no tendrá legitimidad ni durabilidad, y será incapaz de resistir la primera prueba de la realidad.

La presencia de Volodímir Zelenski en Berlín para participar en las conversaciones con Trump ha simbolizado también algo crucial: Ucrania no puede ser objeto de negociación sin tener un rol protagonista en la misma. Los líderes europeos han conseguido que Trump entienda que ningún acuerdo será viable sin el consentimiento ucraniano, y que Kiev no aceptará jamás la cesión de territorios como precio de una paz ficticia.

Esta no es, por tanto, sólo una victoria diplomática. Es una lección sobre el poder de la unidad europea cuando se enfrenta a desafíos existenciales. Si Europa mantiene esta firmeza después de Alaska, habrá demostrado que es posible condicionar la política exterior estadounidense cuando está en juego la seguridad continental.

El viernes sabremos si la presión europea ha sido suficiente para evitar que Trump cometa el error histórico de premiar la agresión rusa. Pero ya sabemos algo fundamental: cuando Europa se une en defensa de sus principios, incluso un presidente estadounidense tan impredecible como Trump se ve obligado a escuchar.

La mala noticia para España es que la irresponsable política exterior de Pedro Sánchez, percibida como desleal por los principales líderes de la UE, y que ha alineado a España con China y otros actores internacionales de dudosa respetabilidad, ha condenado a nuestro país al grupo de las naciones de segunda fila en decisiones que tendrán profundas repercusiones en la Europa del futuro.