Rebeca Argudo-ABC
- Mientras el ministro tecleaba sus ingeniosas ocurrencias la ola de incendios en España dejaba un preocupante saldo
La ministra Morant (la que defendía la honradez de quien había accedido a la función pública mediante falsificación) apelaba a «recuperar la humanidad». Duró menos el propósito de lo que me dura a mí el muy firme de hacer dieta. Lo que tardó en producirse un incendio en una comunidad presidida por la oposición. Menos todavía que yo en abandonar el abono del gimnasio tardó el ministro Puente en precipitarse al teclado, con la dopamina a topísimo y el wifi con todas las rayitas. «Queréis libertazz, pocos impuestos y servicios de bomberos bien dimensionados. Y claro, todo no se puede»; «Este (refiriéndose al incendio en Zahara de los Atunes) a Mañueco le pilla más cerca que los de CyL. Igual puede echarle una mano a Juanma»; «¿Te ha contado qué tal el tiempo en Cádiz? En CyL está calentita la cosa (en respuesta a un tweet de Feijóo diciendo que estaba en permanente contacto con Alfonso Mañueco por la evolución de los incendios)».
Mientras el ministro tecleaba sus ingeniosas ocurrencias (satisfecho, imagino, con el trabajo bien hecho) la ola de incendios en España dejaba un preocupante saldo: ardían Las Médulas, el fuego se quedaba a los pies de Itálica, moría un hombre en Tres Cantos y otro en Nogarejas, miles de personas eran evacuadas de sus casas, más de 28.000 hectáreas eran arrasadas… Pero, al ministro, las críticas a sus chascarrillos, a la burda utilización del drama ajeno para atacar al oponente, le parecía una inaceptable injerencia en su derecho a la libertad de expresión. Que se había sentido «lapidado», decía. Parece que Óscar Puente entiende que la libertad de expresión que le ampara a él para expresarse en redes como un hooligan, impermeable a la más mínima responsabilidad institucional y decoro debido al cargo, no ampara al resto, al españolito de a pie, para criticar tan reprobable actitud: comportarse públicamente como un zafio arrabalero, irrespetuoso con el dolor y el sufrimiento de una parte de la ciudadanía, mientras se ostenta un cargo público quizá esté amparado por un derecho fundamental (si nos ponemos rigurosos), pero ni es honorable ni admirable. No parece ético y, mucho menos, estético.
Los tweets, eso sí, los ha eliminado. Como no eran bromas de mal gusto, ni choteo inoportuno, ni eran irrespetuosas frivolidades, pues las ha hecho desaparecer. Como si la indecencia admitiese reseteo. Que no se ha cachondeado de nada, nos dice, ni ha hecho coñas. Que nos equivocamos y le malinterpretamos. ¿Por quién le toman? ¿Van a ser tan miserables de creer a sus propios ojos en lugar de en su palabra? Y mientras nosotros miramos, estupefactos, cómo nos esconde de nuevo la bolita de su indecencia sin disimulo alguno y ante nuestros propios ojos, él dentro de nada, a la que nos descuidemos, volverá a sentarse remangado frente al teclado, sacará de nuevo sus cerillas y un bidón de gasolina y hará uso desprejuiciado de su peculiar manera de entender la libertad de expresión y el ejercicio de la responsabilidad institucional. Lo de la educación más básica y el respeto ya si eso.