Rebeca Argudo-ABC
- Ahora, el que piensa diferente no merece, ya no diré respeto, sino ni tan siquiera conmiseración
Por culpa culpa de David Jiménez Torres, que lo citó en su columna, he comenzado a leer (y estoy disfrutando mucho) el libro de Santos Juliá ‘Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas’. Como aficionada a los manifiestos de Unos y de Otros en esta España nuestra, no pude resistirme. Arranca con la carta que Miguel de Unamuno le escribió a Antonio Cánovas del Castillo, en 1896, en defensa de Pedro Corominas, preso por el atentado de la calle de los Cambios, en Barcelona. «Sin más pretexto que el pobrísimo de saber que no le soy un desconocido del todo», explica, «y sirviéndome de los buenos oficios de mi excelente amigo D. Francisco F. Villegas, pronto siempre a todo acto piadoso, voy a distraerle la atención por un momento con cuatro palabras de sincera verdad en favor de un infortunado amigo mío, a quien creo inocente de lo que se le acusa. Doy este paso impelido no sólo por sentimiento de amistad hacia él, sino también por espíritu de caridad, de la que con justicia se confunde». No pude evitar comparar la redacción de esta misiva con la del último manifiesto con que nos obsequiaron (obsequiaron al Gobierno, en realidad) los habituales en estas lides y me dio algo parecido a nostalgia por tiempos pasados (y no vividos). Luego pensé que, a lo mejor, para alguien que viviese a finales del s.XIX o principios del XX, leer al pie de un manifiesto los nombres de Pío Baroja, Mariano de Cavia, Antonio Machado o Emilio Carrere sería el equivalente a leer hoy los de Rozalén, Ana Belén, Carlos Bardem o Juan Diego Botto. Descarté tal opción al instante, claro. Pero lo que me ha llamado especialmente la atención es un fragmento en concreto, este: «Aunque me separo mucho en ideas de mi pobre amigo, créole tan inocente como yo de lo que se le atribuye. Y si aduzco aquí mi convicción profunda de que no hay ideas buenas ni malas, ni es la profesión de estas o aquellas sino el modo de profesarlas lo que ennoblece o envilece al hombre, es tan solo para asegurar que profesaba las suyas Corominas con verdadera fe, y por lo tanto con verdadera caridad, habiéndole sido imposible, en consecuencia, incitar a nadie directa o indirectamente al crimen». En este punto no encontré comparación posible con ningún manifiesto reciente. Lo he intentado. Los he revisado, he consultado a amigos, he preguntado a ChatGPT (que es el nuevo ‘buscar en google’, que es el viejo ‘bucear en la hemeroteca’). Nada, no hay tu tía. No hay un ejercicio similar de generosidad y honestidad intelectual en la historia reciente de los manifiestos y las protestas. Ahora, el que piensa diferente no merece, ya no diré respeto, sino ni tan siquiera conmiseración. En esta conversación pública y mediática de los muros y las trincheras, de la ideología exacerbada y el juicio sumarísimo, defender el derecho de alguien a sus ideas, a tenerlas y a expresarlas, se asimila como una defensa de esas mismas ideas.
A lo mejor tenemos los abajo firmantes que nos merecemos.