Ignacio Camacho-ABC
- Además de los estragos físicos, las catástrofes en España provocan en el sistema institucional un vértigo autodestructivo
Las catástrofes en España, sean pandemias, inundaciones o incendios, desembocan en un harakiri político donde se inmolan a sí mismas las dos grandes fuerzas del bipartidismo. La secuencia de falta de colaboración, inoperancia y reproches recíprocos añade a los estragos físicos la quiebra de la ya escasa confianza social que queda en unas instituciones con la credibilidad bajo mínimos. La estrategia de confrontación se puede entender en un sanchismo cuyo líder trata de sembrar el caos y la división como último recurso ante un descalabro presentido, pero el entusiasmo con que el PP colabora en ello constituye un serio error autodestructivo. Los populares parecen ignorar –como han demostrado también en la polémica de los currículos– que la idea de un sistema en ruinas sólo favorece a los extremismos, cuyos agitadores sólo tienen que sentarse a ver el espectáculo con el capacho a mano para recoger los beneficios. Las encuestas de septiembre anunciarán movimientos sísmicos.
La presencia de los dirigentes en el escenario de los desastres es apenas una cuestión de imagen. Puede funcionar en el plano emocional aunque lo importante es que las respuestas operativas sean eficaces. (El caso de Mazón va aparte porque era precisamente él a quien se esperaba en el centro de mando para tomar decisiones clave). Moncloa decidió aprovechar el fuego para abrir este clásico debate como herramienta de desgaste en las autonomías con próximas convocatorias electorales, pero a Óscar Puente se le fue la mano y ha terminado sacando de La Mareta a Sánchez –eso sí, bien lejos del Rey, enviado a animar a los militares– y obligando a otros ministros a asumir sus responsabilidades. Todos esos movimientos, igual que las fotos unitarias de ayer, llegan ya tarde, mucho después de que los ciudadanos hayan vuelto a desesperarse de impotencia ante unas administraciones enredadas en inextricables disputas competenciales. No aprenderán. Nunca lo hacen.
Y esa sensación de fallo sistémico, de mala fe, de forcejeo endogámico propio de una política barata, no perjudica sólo al partido rival como creen los ciegos promotores de estas batallitas sectarias. Es el Estado entero, sin distinción de administraciones ni banderas ni subsidiariedades, el que sufre –como en la dana– el rechazo surgido de una frustración generalizada de la que sólo se salvan esos flautistas de Hamelín cuya melodía siembra engañosas esperanzas entre millones de desencantados por el fracaso de las estructuras democráticas. Ante un Gobierno desaprensivo cuyo presidente afronta las tragedias a base de propaganda, la alternativa de poder está obligada a mantener la calma. Sánchez ya no tiene nada que perder y aún puede sacar ventaja de cualquier trampa en que la oposición caiga. Pero Feijóo no puede permitirse heredar, si llegara el caso, una estructura de nación abrasada en estas llamas dramáticas.