Juan José Gutiérrez Alonso-El Español
  • Uno puede predicar y hasta culminar la disolución territorial o constitucional. Pero, en cambio, no puede defender la persistencia de los rasgos y la realidad que hizo posible ese marco constitucional.

No me resulta sencillo explicar estas ideas o reflexiones con la claridad que me gustaría. Seguramente se debe a la saturación, el cansancio y, por qué no admitirlo, a una cierta desidia que ya sólo se explica por el hartazgo.

Tal vez conciencia de que nada se puede hacer para evitar lo que parece inevitable.

La primera idea de partida es sobre el sistema democrático, que, como el Estado de derecho, es perfectamente reconocible, y todos sabemos más o menos sus características.

También sabemos de sus limitaciones, mutaciones, cambios, reforzamientos o, por el contrario, debilitamiento.

La receta de esto último no es especialmente complicada, basta proponérselo para conseguirlo, como de hecho estamos viendo en no pocos lugares. Hay un mundo de bibliografía al respecto, pero, como siempre, recomiendo a Alexis de Tocqueville.

La segunda idea, relacionada directamente con la anterior, es sobre el artículo 1 de nuestra Constitución. Aquello de España y el pueblo español, además de la forma de Estado.

Digamos que ahí se refiere la nación española. Esto es, damos por hecho que la Constitución no está hablando de un fosfeno (permítaseme el guiño al maestro Escohotado), sino que refiere una realidad territorial, social, cultural, étnica, lingüística, con un pasado, con una religión o ninguna, además de unas costumbres que le hacen reconocible como sociedad ad intra y también ad extra.

El pueblo o la nación española no existe porque lo diga la Constitución, como es lógico, sino que es una realidad que le precede.

Si esto no fuera así, entonces sí que seríamos una especie de fosfeno (otra vez) y las Constituciones serían hasta intercambiables. Es decir, mañana mismo podríamos usar la de Marruecos, la de Canadá, Bolivia o la de Estados Unidos.

«Cualquier movimiento de resistencia a esos eventuales cambios o transformaciones no tiene amparo democrático ni constitucional»

Bueno no, esta última no, que no es buen momento para reclamar nada de Estados Unidos porque la merma anda a la gresca con el Gobierno norteamericano y tenemos que ser más antiamericanos que nunca.

El caso es que, sin necesidad de traer aquí grandes citas de momentos históricos o autores, que deberíamos dar por conocidos, sucede que los acontecimientos, también las decisiones políticas y otra serie de factores que algunos califican como «complejos», pueden llevar a las sociedades a cambios o mutaciones de todo tipo.

Una guerra, una invasión, una anexión, una escisión o eventos de tipo revolucionario como los acaecidos en Nicaragua, Cuba, Irán, Siria o Líbano, sin ir más lejos, producen radicales cambios.

Si las sociedades que padecen, no resisten o incluso fomentan estos cambios; si eran conscientes, o no, de lo que estaba por venir; es ya otro cantar.

Por lo demás, a la vista está que esas transformaciones acaban incluso aceptándose y se enquistan por décadas o siglos, sin que la muy democrática comunidad internacional se sienta incómoda al respecto.

No se nos dice, de modo más o menos directo, claro o abierto, que tal vez esto es algo que hay que asumir y que cualquier movimiento de resistencia a esos eventuales cambios o transformaciones no tiene amparo democrático ni constitucional.

«La defensa de la nación que alumbró el propio marco constitucional no tiene cabida en ese mismo marco constitucional»

Es decir, la posición del pluralismo o la defensa de la nación que alumbró el propio marco constitucional no tiene cabida en el mismo.

Por tanto, no somos democracia militante. Uno puede predicar y hasta culminar la disolución territorial o constitucional. Pero, en cambio, no puede defender la persistencia de los rasgos y la realidad que hizo posible ese marco constitucional. Acabará preso, excomulgado o ilegalizado.

Hay pues, unas ideas fuerza, unos metaprincipios, con amparo constitucional o no, eso ya da lo mismo, que hay que cumplir y obedecer so pena de aquelarre, exorcismo público y ostracismo.

La Constitución y su realidad previa, esa que la alumbró, no son un instrumento de defensa de la misma, sino más bien un mecanismo abierto y dispuesto para su propia liquidación por decisión de no se sabe exactamente quién.

Esta es una visión de los acontecimientos pasados, presentes y futuros, sí, en efecto.

Imagino que al menos estaremos de acuerdo en que cuando se materialice, no sólo un desguace del texto constitucional por obra y arte del Tribunal Constitucional y otros actores no menores (tarea ya avanzada), sino un radical cambio demográfico del país, donde una mayoría resulte cultural y sociológicamente ajena, no ya a la Constitución, sino también a la democracia y al Estado de derecho, en la versión que construimos y que hemos conocido, entonces nada obsta para promover un nuevo proceso constituyente que se ajuste a esa nueva realidad.

No habrá motivo ni razón alguna para oponerse a ello.

Asistiremos al sepelio, o no.