Editorial-El Español

El primer año de Salvador Illa al frente de la Generalitat se salda con un balance agridulce que refleja la complejidad del escenario político catalán.

El presidente socialista ha logrado desinflamar el conflicto territorial catalán tras la década más convulsa de la historia reciente, pero aún no ha conseguido curar las heridas profundas que atraviesan la sociedad catalana ni neutralizar a quienes boicotean la gobernabilidad de España.

Los datos económicos avalan sin duda la labor de Illa. Cataluña creció por encima del 3% en 2024, cuatro décimas más que la media de España, triplicando la media europea.

El paro se sitúa en mínimos históricos y la economía catalana ha recuperado el pulso tras años de incertidumbre.

Proyectos emblemáticos largamente encallados han tomado forma: el traspaso de Rodalies avanza con la creación de la empresa mixta que operará en 2026, y la ampliación del aeropuerto de El Prat cuenta ya con el visto bueno de Aena y una inversión garantizada de 3.200 millones.

La Ryder Cup de 2031 en Girona, la superación de la sequía del año pasado y una reducción del 5,24% de la criminalidad completan un cuadro de logros tangibles que contrastan con la parálisis institucional de años anteriores.

El empresariado ha recuperado la confianza: Foment del Treball ha elogiado el pragmatismo de un Govern que ha normalizado las relaciones con Madrid y devuelto centralidad a la gestión frente a los debates identitarios.

La vuelta de algunas empresas emblemáticas a Cataluña tras su salida de Cataluña después de 2017 también debe puntuar en el haber de Salvador Illa.

Los fracasos que condicionan el futuro

Sin embargo, Illa también ha tropezado a lo largo de los últimos doce meses. El presidente catalán no ha logrado aprobar los presupuestos de 2025 y gobierna con las cuentas de 2023 prorrogadas, una limitación estructural que hipoteca cualquier ambición transformadora.

El caos en la adjudicación de 57.000 plazas docentes obligó a repetir el proceso y costó la cabeza de un alto cargo de Educación, evidenciando déficits graves de gestión en áreas sensibles.

La fragilidad parlamentaria del PSC se confirmó en julio, cuando Illa retuvo a última hora el decreto de renovables por falta de apoyos. Pese a ser primera fuerza, el PSC carece de mayorías propias y depende de la benevolencia de ERC y los Comunes, que condicionan cada votación relevante.

Esta debilidad estructural amenaza con convertir al president en un «gestor en precario» durante el resto de su legislatura.

El nacionalismo sigue condicionando

Quizás el mayor éxito de Illa haya sido desplazar al independentismo del Palacio Sant Jaume por primera vez desde 2003. Los sondeos reflejan un descenso del apoyo a la secesión hasta el 40%, y el 78% de los catalanes respalda la vía del diálogo frente a la confrontación.

La «desinflamación» política es, por tanto, palpable, y constituye su principal activo.

Pero el nacionalismo, aunque fuera de las instituciones autonómicas, mantiene intacta su capacidad de presión. Algunos episodios recientes lo demuestran con crudeza: el vandalismo contra la heladería Dellaostia por atender en castellano, alentado por el exdiputado de la CUP Antonio Baños y el concejal de ERC Guillem Roma, revela que los sectores más radicales siguen operativos.

Mientras tanto, Carles Puigdemont, desde su refugio en Bélgica, acusa al PP de boicotear la oficialidad del catalán en Europa, manteniendo vivo el victimismo como herramienta política.

El chantaje al Gobierno de Pedro Sánchez prosigue por otros canales. ERC condiciona su apoyo parlamentario en Madrid a la financiación singular para Cataluña, y Junts amenaza con romper los acuerdos si no se cumplen sus exigencias.

Illa, en resumen, ha conseguido que el independentismo no gobierne, pero no ha logrado neutralizar su influencia sobre las decisiones del Estado.

Una transición inconclusa

El balance del primer año evidencia que Illa ha devuelto estabilidad y pragmatismo a la Generalitat, recuperando la confianza empresarial y normalizando las relaciones institucionales, incluidas las del gobierno catalán con el rey Felipe VI.

Illa ha desinflamado el conflicto, sí, pero no lo ha curado. El nacionalismo radical sigue actuando con impunidad en las calles barcelonesas, los partidos independentistas condicionan la política estatal desde Madrid, y la fragilidad parlamentaria del Govern limita su capacidad transformadora.

Salvador Illa ha demostrado ser un buen gestor en tiempos de calma, pero está por ver si tiene la fortaleza política necesaria para consolidar un proyecto sólido que trascienda la mera administración del día a día. Su segundo año será decisivo para determinar si Cataluña ha iniciado realmente una nueva etapa o si simplemente vive una tregua temporal en un conflicto enquistado que está lejos de resolverse definitivamente.