Amaia Fano-El Correo
La ausencia de Pedro Sánchez en la cumbre de Washington entre Donald Trump y Volodomír Zelenski, con presencia de los líderes europeos más influyentes, no es solo una anécdota diplomática, sino un reflejo de los desafíos que enfrenta España para mantener su relevancia en un mundo en transformación.
En un momento crítico para Europa, con el fin de la guerra de Ucrania como telón de fondo y la necesidad de coordinar estrategias de seguridad y diplomacia, su exclusión de estas conversaciones de paz supone un duro revés para la imagen internacional de su presidente, al tiempo que plantea una seria reflexión sobre lo que significa para España quedar relegada de los círculos de poder global.
No es la primera vez que Sánchez se queda al margen. Ya en la reunión de Londres y en la declaración conjunta de líderes europeos sobre una posible trilateral entre Trump, Putin y Zelenski, brilló por su ausencia. Una irrelevancia que no puede atribuirse solo a cuestiones logísticas o a la falta de proximidad geográfica al conflicto y que tiene su origen más bien en una política exterior marcada por el histrionismo de sus grandes gestos de carácter ideológico y propagandístico, que han erosionado la confianza de sus aliados tradicionales.
No se trata ya de una orientación ideológica discutible, sino de un gobierno que es capaz de supeditar los intereses de la nación a su propia estrategia de supervivencia. En un mundo donde las lealtades geopolíticas están siendo redefinidas y la seguridad colectiva es prioritaria, la calculada tibieza del compromiso de Sánchez con el aumento del gasto militar en defensa en la última cumbre de la OTAN y su provocador acercamiento a regímenes cuestionados, como el de Maduro en Venezuela y el resto de los líderes del Grupo de Puebla, o la adjudicación de contratos a empresas chinas como Huawei, han terminado por proyectar la imagen de España como un socio poco fiable.
Pudiendo desempeñar un papel destacado, dada su influencia en el Mediterráneo y su potencial como puente entre Europa y América Latina, activos que bien gestionados podrían haber situado a España como un interlocutor geoestratégico clave para una Europa que busca reafirmar su unidad y mejorar sus opciones ante la incertidumbre de las relaciones transatlánticas con la administración Trump, una política exterior errática e individualista, guiada por la ambición de poder de su presidente, la ha dejado expuesta, aislada y debilitada. Lo que explica que esté hoy ausente de los grandes debates globales. Cosa que no puede permitirse.
En un mundo cada vez más polarizado y competitivo, la relevancia de un país no depende únicamente del tamaño de su economía o de su legado histórico; se gana con visión, compromiso y coherencia. España necesita un liderazgo que entienda la importancia de estar en las mesas de decisión que moldearán el futuro de Europa en el nuevo orden mundial. Lo que requiere una revisión urgente de su actual política exterior y un compromiso claro con los valores y prioridades de sus aliados occidentales.