España ha vivido en 2025 el peor año de incendios del siglo XXI. Con más de 390.000 hectáreas calcinadas (una superficie equivalente a toda la isla de Mallorca) y 223 incendios registrados, la magnitud de estos megaincendios ha superado ampliamente las 306.000 hectáreas de 2022.
Estos datos obligan a reflexionar sobre las políticas forestales, el papel del ecologismo y la necesidad urgente de aplicar el sentido común en la lucha contra el fuego.
Pedro Sánchez tiene ante sí dos desafíos de magnitudes radicalmente diferentes. Limpiar los montes españoles es una tarea concreta, técnicamente factible y con costes perfectamente cuantificables. La Confederación de Organizaciones de Selvicultores cifra en 1.000 millones de euros anuales el presupuesto necesario para una prevención efectiva.
Con los 390.000 millones que maneja el Estado en sus Presupuestos, destinar esta cantidad representaría apenas el 0,25% del gasto público total. Es una inversión menor a los 1.881 millones que ha costado apagar los incendios de este agosto.
Por el contrario, combatir el cambio climático global, que parece ser uno de los objetivos prioritarios del Gobierno de cara al nuevo curso político, escapa completamente a las posibilidades de cualquier presidente español: España genera únicamente el 0,58% de las emisiones mundiales de CO2, mientras que China, Estados Unidos e India acumulan más del 50% del total global.
Aunque España redujera sus emisiones a cero mañana mismo, el impacto en el calentamiento global sería estadísticamente irrelevante.
Lo posible y lo imposible
La diferencia entre ambos objetivos es la que existe entre lo posible y lo utópico, entre la gestión territorial nacional y la geopolítica mundial. Limpiar montes salva vidas y bosques de forma inmediata y verificable; pretender que España detenga el cambio climático es tan ilusorio como, eso sí, eficaz para el marketing político.
Además, mientras Sánchez propone pactos de Estado grandilocuentes contra una emergencia que trasciende nuestras fronteras, la inversión en prevención se ha desplomado de 364 a 176 millones anuales en los últimos trece años.
La evidencia es demoledora. Cada hectárea de prevención cuesta entre 400 y 1.200 euros. Cada hectárea quemada, 19.000 euros de extinción. Sánchez tiene en sus manos la capacidad real de proteger nuestros bosques con medidas concretas y financieramente asumibles, pero prefiere perseguir quimeras climáticas globales que quedan completamente fuera de su alcance y responsabilidad.
El debate político ha derivado en consecuencia hacia una polarización que no ayuda a resolver el problema de fondo. Algunos presidentes autonómicos han culpado a «los ecologistas» de impedir la limpieza de montes. Los ecologistas, como es obvio, niegan la mayor.
Esta paradoja revela la confusión existente entre conceptos que, aunque relacionados, responden a filosofías diferentes.
Conservacionismo y ecologismo no son lo mismo, aunque se empleen erróneamente como sinónimos.
El conservacionismo busca proteger la estética tradicional de las áreas naturales y el uso para consumo, basándose en criterios pragmáticos y antropocéntricos.
Por el contrario, el ecologismo es un movimiento político y social que defiende la protección ambiental desde posiciones generalmente ecocéntricas e ideologizadas.
Esta diferencia no es meramente académica. El conservacionismo acepta la gestión humana del territorio como herramienta de conservación, incluyendo los aprovechamientos tradicionales, la ganadería extensiva y la selvicultura.
El ecologismo tiende hacia la preservación de un «estado primigenio» e idealizado de la naturaleza, rechazando en muchas ocasiones cualquier intervención humana.
Precedentes trágicos
El caso del barranco del Poyo en Valencia ilustra perfectamente los riesgos de aplicar criterios ambientales rígidos sin considerar el sentido común. Teresa Ribera se negó en 2020 a limpiar el barranco porque las «obras intensivas de dragado o eliminación de la vegetación natural son manifiestamente incompatibles con los objetivos de conservación y protección de la naturaleza».
Esta decisión priorizó la protección de especies como «el sapo de espuelas, la rata o la lagartija» sobre las obras preventivas.
El resultado fue trágico. La DANA arrasó con caudales de 2.000 m³/s, causando al menos 228 muertos.
Este precedente demuestra que la preservación extrema puede resultar contraproducente, poniendo en riesgo vidas humanas y, paradójicamente, el propio ecosistema que se pretende proteger.
Esto refuerza la importancia de la prevención sobre la extinción.
Significativamente, el 80% de los incendios son provocados por humanos, pero su virulencia actual está amplificada por la acumulación de biomasa en montes abandonados y la falta de gestión preventiva adecuada. Como explica hoy EL ESPAÑOL, en los bosques españoles quedan hoy 60 millones de toneladas de maleza inflamable que las leyes medioambientales dificultan limpiar.
Primero, es imprescindible diferenciar entre zonas de alto valor ecológico, donde la gestión debe ser más restrictiva, y áreas urbano-forestales, donde la prevención debe ser prioritaria.
Segundo, debe fomentarse la ganadería extensiva como herramienta de prevención natural, eliminando trabas burocráticas que impidan el pastoreo tradicional.
Tercero, las evaluaciones de impacto ambiental deben incluir el riesgo de incendio como factor determinante, y no solo la protección de especies.
El ecologismo tiene un papel fundamental en la conservación, pero debe evolucionar hacia posiciones que integren el sentido común y la evidencia científica. Preservar la naturaleza no puede implicar el sacrificio de pueblos enteros, como hemos visto en Valencia y ahora en los incendios.
Un bosque quemado no conserva biodiversidad. Un pueblo evacuado no mantiene el territorio.