Ignacio Camacho-ABC
- La exaltación de los pistoleros de ETA como héroes del pueblo no sólo humilla a las víctimas sino al Estado entero
Si en las ferias de Castilla o de Andalucía se celebraran homenajes a Franco –y ojo que quizá no estemos lejos de eso– o sus casetas se decorasen con fotos de Millán Astray y Queipo de Llano, el Ministerio de Interior actuaría de inmediato y llevaría ante la Justicia a los nostálgicos de una dictadura finalizada hace cincuenta años. Sucede sin embargo que en el País Vasco se rinden en los festejos populares de cada verano jubilosos honores a ETA y a sus sicarios, asesinos convictos de casi mil ciudadanos durante su largo y aún reciente desafío al régimen democrático, y que el departamento de Marlaska –que en su otra vida de juez habría abierto diligencias a los organizadores de esos actos– prefiere mirar para otro lado. Si ese lado fuese el de los incendios se podría comprender por interés prioritario, pero el Ejecutivo sanchista anda más interesado en discutir las responsabilidades del fuego con un PP que a su vez acepta el debate con gran entusiasmo.
De modo que el mundo tardoetarra se siente, con razón, impune para sumar su acostumbrado agravio a las víctimas ante el silencio cómplice o negligente de las autoridades nacionalistas y de un Ejecutivo central que tiene en los herederos de la banda a los más fieles socios de la alianza variopinta sobre la que Sánchez sostiene su precaria estabilidad política. Esa tolerancia con una flagrante apología del terrorismo, aunque sea festiva, se suma a las cada vez más frecuentes y numerosas medidas de alivio penal a los autores de crímenes contra policías, militares, jueces, empresarios, políticos o periodistas, para quienes las jaraneras comparsas reclaman además una amnistía. ETA ha desaparecido pero su legado de legitimación del odio pervive moralmente intacto en amplias capas sociológicas vascas cuya desahogada ocupación del espacio público se beneficia del salvoconducto oficial que les proporciona la blanqueadora etiqueta de progresistas.
Esa gente está bailando literalmente sobre los muertos, muchos de los cuales pertenecían por cierto al partido que hoy encabeza el Gobierno. Y cada exaltación de los pistoleros como héroes del pueblo constituye una humillación no ya a las víctimas, sino al Estado entero que vivió décadas de sufrimiento y ahora consiente, por decisión de sus responsables, que le falten el respeto entre borracheras de calimocho y un ambiente que es al mismo tiempo de desafío y de cachondeo. Para mayor inri, porque de escarnio se trata, la Justicia considera que, extinguida la organización criminal, la libertad de expresión ampara las reclamaciones de atenuación penitenciaria. Y así es, por desgracia, porque el ordenamiento jurídico ha pasado página de esa funesta etapa. Lógico cuando, como en el caso de la amnistía de la sedición catalana, son los delincuentes –y en este caso los testaferros de los terroristas– quienes han redactado la Ley de Memoria Democrática.