Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli

  • Una sociedad que vota masivamente a alimañas de pestilente calaña que se vanaglorian de sus asesinatos es una sociedad enferma

En estos días de fuego, desolación y cenizas, con cerca del uno por ciento del territorio nacional -una barbaridad- arrasado por incendios naturales o provocados, se extiende un creciente sentimiento de desmoralización en la ciudadanía, en la que cunde la sensación de que el Estado no funciona, que no responde a las necesidades de la gente y que nuestra clase política no sólo no está a la altura de sus obligaciones, sino que es un elemento no menor de nuestras desgracias como país. La grotesca insistencia de Pedro Sánchez, esa máscara, en atribuir la multiplicación de focos ígneos a lo que denomina “emergencia climática” cuando las causas reales de esta tragedia medioambiental son la insuficiencia de medios materiales y humanos, las benévolas sanciones penales a los pirómanos, un ecologismo doctrinario e idiota que impide la limpieza de los boques y el establecimiento de cortafuegos, las limitaciones a la ganadería extensiva, el caos administrativo que siembra la confusión a la hora de atribuir competencias a los distintos niveles de gobierno y las zancadillas entre partidos cuando las autonomías tienen distinto color político al del Ejecutivo central. El anuncio grandilocuente de un pacto de Estado contra el calentamiento global como solución al terrible problema de los incendios forestales representa un insulto a la inteligencia de los españoles y otro intento más del inquilino de La Moncloa de reemplazar una realidad que le es hostil por una invención que maquille su incompetencia y su sectarismo.

Dentro de esta atmósfera enrarecida y asfixiante, ha irrumpido la Semana Grande de Bilbao y su habitual exhibición de símbolos y referencias desplegados para hacer apología del terrorismo y ensalzar a los asesinos de tantas víctimas inocentes cuyos allegados y deudos se ven obligados a soportar la vejación que representa un ensalzamiento público repulsivo de los que dispararon por la espalda o colocaron la bomba que les arrebató cruelmente a su padre, su hijo o su hermano. Semejante infamia multiplica su efecto deletéreo por la interesada pasividad del Gobierno de la Nación y de las autoridades autonómicas vascas, que no sólo toleran, sino que amparan tales demostraciones de poder mafioso por parte de la llamada izquierda abertzale,

España atraviesa una etapa histórica infausta, sin duda la peor desde la Transición, abrumada por la contradicción insalvable de ser gobernada al dictado de sus peores enemigos, empeñados en destruirla material y espiritualmente.

Una sociedad que vota masivamente a alimañas de pestilente calaña que se vanaglorian de sus asesinatos es una sociedad enferma, un cuerpo colectivo corroído por la más repugnante de las pestes, la enfermedad de la psique que deja de ser humana para degenerar en una pura exhalación de odio irracional y de pérdida de cualquier asomo de escrúpulo moral. La constatación de que una de las dos grandes fuerzas parlamentarias convocadas a ser los pilares del sistema jurídico y político del 78 se revuelca en el hediondo fango de la colaboración y la interlocución preferente con los herederos de ETA, les halaga y cubre de atenciones, acuerda con ellos leyes y medidas de gobierno y, en definitiva, los banquea despreciando incluso la memoria de militantes de sus siglas que cayeron bajo las balas o los explosivos de la banda, constituye un espectáculo asqueroso que deshonra para siempre a los que han caído en tales abismos de vileza.

España atraviesa una etapa histórica infausta, sin duda la peor desde la Transición, abrumada por la contradicción insalvable de ser gobernada al dictado de sus peores enemigos, empeñados en destruirla material y espiritualmente. Como síntoma visible de esta ignominia, basta observar la evolución de los rasgos faciales de dos destacados protagonistas de este proceso de descenso a los infiernos, Pedro Sánchez y Fernando Grande Marlaska. Si se comparan sus expresiones de hace siete años con las que muestran actualmente y no pueden disimular, se advierte un progresivo y continuo deterioro desde la firmeza, la tersura y el brillo de unas epidermis relucientes de satisfacción por la llegada a la poltrona presidencial y ministerial respectivamente, hasta la flacidez demacrada, la opacidad deprimida y la contracción muscular angustiada, manifestación externa de su irreversible tormento interior. Convertidos en sendos Dorian Grey que en lugar de ocultar su empeoramiento físico en un retrato encerrado en un desván, se ven compelidos a mostrarlo sin disimulo posible, pasean sus ojos de mirada obsesiva, sus pómulos afilados, sus canas multiplicadas y su rictus tenso de un remordimiento que pese a su amoralidad no pueden suprimir, por ruedas de prensa, entrevistas televisivas y comparecencias institucionales demostrando sin escape posible la veracidad del viejo dicho que establece inapelable que la cara es el espejo del alma.