Editorial-ABC

  • El tributo a etarras en las fiestas populares del País Vasco es síntoma de una enfermedad moral: la incapacidad de entender que no es admisible empuñar las armas contra una democracia

Cada verano, el País Vasco se sumerge en sus tradicionales fiestas populares. Pero desde hace años, esas celebraciones conviven con actos infames que rinden homenaje a terroristas de ETA. Lo ocurrido en las últimas semanas en la Aste Nagusia de Bilbao, al igual que en Vitoria o San Sebastián, no son hechos aislados, sino el síntoma de una enfermedad moral no resuelta: la incapacidad de una parte importante de la sociedad vasca para digerir la barbarie que supuso empuñar las armas contra la democracia española.

Este año, la manifestación organizada por Sare y Etxerat en el Día Grande de Bilbao congregó a unas 2.000 personas, según la Ertzaintza. Los organizadores reclamaban la «vuelta a casa» de los «presos, exiliados y deportados» como paso para «superar el conflicto». Un conflicto que, conviene recordarlo, no fue tal: fue puro terrorismo. Las víctimas, como bien denuncian Dignidad y Justicia o la AVT, no murieron en una guerra; fueron asesinadas por defender el Estado de derecho, la ley y la libertad.

La escenografía que rodeó a esta manifestación es inaceptable. Las casetas festivas, como la de Txori Barrote, mostraban de nuevo nombres y referencias a etarras con delitos de sangre como Harriet Iragi y Jon Igor Solana, responsables del asesinato del fiscal Luis Portero. Estas casetas no sólo enarbolan banderas y pancartas con sus nombres; exhiben camisetas con su iconografía y convierten la apología del terror en una grotesca rutina veraniega. Y, lo más grave: lo hacen con total impunidad.

Este clima se ve favorecido por el control férreo que la izquierda aberzale mantiene sobre muchos espacios públicos en el País Vasco. En fiestas como la Aste Nagusia de Bilbao, sus comparsas dominan las casetas (‘txosnas’), donde no solo se ensalza a etarras, sino que se impone un veto hostil a las Fuerzas de Seguridad, cuya presencia es mínima y muchas veces repudiada.

El juez de la Audiencia Nacional Ismael Moreno decidió no prohibir estos actos, amparándolos en la libertad de expresión. La Fiscalía, en una línea similar, argumentó que no había elementos para apreciar delito de enaltecimiento. Esta interpretación ignora el contexto, el daño y la reiteración de los homenajes. Como denuncia Daniel Portero, hijo del fiscal asesinado, la Justicia obvia que los nombres están ahí, visibles, año tras año. Y mientras se tolera el escarnio, a las víctimas se las relega a un segundo plano. No se trata de censurar opiniones, sino de evitar la humillación continuada de quienes han sufrido el zarpazo del terrorismo. Hay jurisprudencia que señala cómo este tipo de actos pueden constituir un menosprecio a las víctimas. Aun así, el aparato político que orbitó en torno a la banda, hoy representado por EH Bildu, sigue legitimando estos gestos.

La responsabilidad no recae sólo en los tribunales. Es también política. El PP, por ejemplo, ha planteado reformas legales para impedir que quienes no condenan el terrorismo puedan formar parte de listas electorales o acceder a cargos públicos. Ayer, su vicesecretaria de Regeneración Institucional anunciaba que aprobarán normas para que los jueces puedan impedir la humillación a las víctimas. Pero mientras el Gobierno de Pedro Sánchez continúe necesitando el apoyo de Bildu para sostenerse, la tibieza frente a estas ofensas será la norma. Es el precio de una aritmética parlamentaria que somete la dignidad a la conveniencia. Cada homenaje a un etarra es una bofetada al Estado de derecho y en una España que aspira a la convivencia y a la concordia, no puede haber espacio para quienes glorifican el crimen. La verdadera paz no llegará mientras los verdugos sigan recibiendo honores y las víctimas tengan que mendigar justicia.