Ignacio Camacho-ABC
- La democracia se ha convertido en una discusión global de barra de bar o de patio de vecinos. A grito limpio
Hubo un tiempo, no demasiado remoto aunque por desgracia tampoco demasiado largo, en que la política consistía en hacer –o intentar– cosas útiles para los ciudadanos. Se trataba de resolver problemas en vez de crearlos, aunque como bromeaba Groucho los remedios fuesen a menudo equivocados. Esa época pasó para dejar paso a los debates artificiales, la agitación de emociones primarias, la falsa épica de las guerras culturales y el dominio de los relatos. Se lucha por el poder para tenerlo, no para usarlo, y sobre todo para que no lo tenga el adversario, y los votantes se suman con entusiasmo a una supuesta confrontación ideológica que en realidad sólo es el cebo argumental fabricado por esos ‘spin doctors’ en cuyas manos depositan los dirigentes las claves de su liderazgo. Es la política del ruido, de la banalidad, de la impostura, del reclamo táctico; una política hueca de ideas y de programas donde sólo importa el sentido de pertenencia a un bando.
En la sociedad de las redes, de una conversación pública dirigida por el algoritmo y enfrascada en ese efecto de realidad aumentada que proyecta reflejos ficticios, la gestión de los asuntos cotidianos resulta un esfuerzo muy aburrido. Es mucho más apasionante el ardor de la batalla dialéctica, con sus ‘zascas’ y sus insultos, que la rutina del rigor administrativo. En Twitter, Instagram o Whatsapp es fácil proponer compromisos y presentar las cuestiones más complejas en un marco sencillo; basta con recurrir al maniqueísmo de buenos –ellos– y malos –nosotros–, rojos y azules, ‘wokes’ y fascistas, amigos y enemigos. La otredad y las teorías de la conspiración son un recurso que siempre da resultado para movilizar impulsos autodefensivos. El voto es un ‘like’, una expresión instintiva de adhesión o rechazo, un automatismo. La democracia se ha convertido en una discusión global de barra de bar o de patio de vecinos. A grito limpio.
Sostiene Felipe González que la crispación, el conflicto y la polarización vienen de arriba abajo, y es verdad, como demuestra que ante una catástrofe –apagón, riada, incendio– los partidos de Estado se dedican antes que nada a señalar culpables para eludir sus propias responsabilidades. Pero la ciudadanía también hace su parte cuando se suma al fragor sectario y a la descalificación genérica de sus representantes. El surgimiento de una antipolítica nihilista que predica el caos e impugna los mecanismos institucionales está abriendo paso a una pléyade de oportunistas y demagogos de toda clase, cuya irrupción aplauden como mal menor ciertos estrategas de corto alcance que esperan encontrar en ella una mínima posibilidad de atenuar su presentido desastre. Sólo que el mal menor acaba a veces convirtiéndose en el peor de los males, y tal vez lo vayamos a descubrir más pronto que tarde.