Beatriz Becerra-El Español
  • Begoña Gómez ha cometido un elemental error de cálculo: el poder protege, pero también desnuda.

Begoña Gómez no es sólo la esposa del presidente. Es la mujer a la que todos han buscado, la que todos han necesitado y la que hoy acumula cinco imputaciones judiciales que amenazan con devorar la presidencia de Pedro Sánchez.

Hoy la justicia la sitúa en el banquillo, pero la política la consagra como la figura más influyente en la vida del hombre más poderoso de España, con una metamorfosis pública a la vista de todos y un poder íntimo que ninguna institución controla.

Si algo hemos aprendido en estos siete años de sanchismo es que nadie (ni Iván Redondo, ni Óscar López, ni Félix Bolaños, ni ningún gurú de la Moncloa) ha tenido tanta influencia sobre el presidente como su propia esposa.

Y no es casualidad. En un país que aún finge escandalizarse de que una mujer pueda influir sobre un hombre poderoso, lo que realmente incomoda no es la sospecha de corrupción o tráfico de favores, sino la certeza de que la brújula política de Sánchez ha tenido siempre nombre de mujer.

Tengo para mí que el problema de Begoña Gómez no es su ambición, sino su ignorancia. Nunca destacó ni por su formación académica, tan cuestionada, ni por su recorrido laboral más bien modesto.

Tampoco lo pretendía, ni le importaba. Ella estaba ahí, persistente, bien encajada.

Hasta que el todopoderoso Instituto de Empresa, a los dos días de llegar a la Moncloa, le confió para sorpresa del país entero el timón de su languideciente African Center.

De pronto, todo se activó. Los grandes grupos empresariales, las aerolíneas en apuros, las universidades ávidas de proximidad al poder.

Todos se acercaron a Begoña.

Pero no era talento lo que buscaban, ni liderazgo lo que identificaban. Era acceso. Acceso directo, inmediato, privilegiado. Ella, quizá por ingenuidad, quizá por soberbia, interpretó esos gestos como reconocimiento propio.

Y así, sin darse cuenta, convirtió la ignorancia en convicción y la oportunidad en riesgo. Porque todos se acercaron a Begoña por interés, pero no todos calcularon bien las consecuencias de que ella creyera que ese interés se debía a sus capacidades personales.

Así, creyendo con candidez que se trataba de méritos propios, Begoña fue acumulando rencores y favores con una inocencia feroz. Con la convicción, también, de que nada malo podía sucederle estando casada con el hombre más poderoso de España. Convencida, como su cónyuge, de estar llamada a un destino superior.

Error de cálculo: el poder protege, pero también desnuda.

Pero sería injusto describir a Begoña Gómez tan sólo como producto del poder ajeno, porque ella ha demostrado una resiliencia inesperada. Ha sabido construir amistades y lealtades en lugares insospechados de este país tan roto. Vínculos que no nacen del cálculo ni de la conveniencia, sino del afecto sincero y, a veces, de la compasión.

En ese sentido, se ha revelado más del pueblo en el que se crió que de la ciudad en que nació.

No es tampoco un detalle menor la violencia de la que ha sido víctima. No me refiero a la crítica legítima ni al escrutinio político, sino a la agresión más degradante: ese rumor infecto, esa transfobia brutal disfrazada de sarcasmo, que convirtió su identidad en objeto de burla y negación. Una crueldad gratuita, que rebaja a quienes la difunden mucho más de lo que puede rebajarla a ella.

Con todo, la paradoja de Begoña Gómez es que su impronta personal se convierte en clave política. Como, por cierto, la de tantas mujeres en la Historia. Su historia no empieza ni termina en los autos de ningún juez. Empieza y termina en Pedro Sánchez.

Ella no fue nunca una estratega brillante, ni una operadora silenciosa, ni una figura académica.

Y, sin embargo, su influencia ha sido determinante. Lo que la diferencia de los Redondos o los Bolaños de turno es algo más profundo: ella no es intercambiable.

En estos siete años, Sánchez ha demostrado un poder sin precedentes. Ha sobrevivido a derrotas internas, a mociones, a pandemias, a socios imposibles. Pero a lo largo de ese trayecto, la única constante ha sido Begoña. Y su influencia, más que intelectual, ha sido emocional.

Porque no se trata de consejos políticos ni de tácticas comunicativas. Se trata de esa voz que está antes y después de todo, de esa mirada que hiere más que cualquier editorial, de esa aprobación íntima que decide más que cualquier comité.

La justicia hoy señala a Begoña Gómez por cinco posibles delitos. El tiempo dirá si su nombre queda asociado a la caída o a la resistencia de su marido. Lo cierto es que su destino ya no le pertenece del todo. Está escrito en la letra menuda de autos judiciales, en las decisiones estratégicas de la Moncloa y en la opinión pública que la observa con una mezcla de fascinación y desprecio.

Begoña Gómez es, en suma, el retrato más incómodo de nuestro país. No por lo que haya hecho (eso lo dirá la justicia) sino por lo que representa: la constatación de que todos, absolutamente todos, han querido algo de ella.

Porque en España nadie manda más que Sánchez. Y sobre Sánchez, nadie manda más que Begoña.