Antonio R. Naranjo-El Debate
  • El fuego, la dana o el apagón han retratado la escandalosa incompetencia del Estado más caro de la historia

¿Qué más tiene que ocurrir para que alguien en España, alguna vez, asuma sus responsabilidades y proceda en consecuencia? En apenas diez meses hemos padecido tres catástrofes que o eran previsibles o eran, además, evitables: a la primera categoría pertenecen la dana valenciana, el gran apagón y la epidemia de incendios y, a la segunda, además, las dos últimas.

Dejar sin suministro energético a todo un país no es un accidente fortuito e inevitable, sino la consecuencia de una decisión premeditada de recargar de un tipo de energía, tan ecológica como inestable, un sistema que no estaba preparado para alterar el cóctel habitual de fuentes de energía por razones estrictamente ideológicas: con las mismas infraestructuras no ha vuelto a pasar porque, simplemente, no se ha vuelto a cometer la temeridad de marginar la porción nuclear o hidroeléctrica que aquel día de caos sí se excluyó.

Y con los incendios, tres cuartas de lo mismo: desde la administración más pequeña hasta la mediana, y desde luego el Estado, saben perfectamente cuáles son las consecuencias de abandonar el medio rural, de asfixiar la ganadería y el cultivo, de promulgar leyes estúpidas que alejan al hombre de la tarea secular de mantener seguro su entorno, de reforestar a lo loco confundiendo la proliferación de árboles con la defensa del ecosistema.

Y son perfectamente conscientes de la dimensión exacta de sus recursos para prevenir el fuego y después para combatirlo, tal y como figura en la prolija legislación al respecto, plagada de leyes, normas, directivas y planes que coordinan a las administraciones, fijan los objetivos, diseñan las respuesta e impulsan agotadores discursos… pero luego son papel mojado por la mezcla de incompetencia dolosa que precede a los hechos y de mala fe política que los acompaña cuando sobrevienen.

Ahí tienen a todo un presidente del Gobierno capaz de poner los incendios forestales a la cabeza de sus desvelos en la Estrategia de Seguridad Nacional o de perorar vacuamente sobre las emergencias climáticas para luego, a la hora de la verdad, intentar que las llamas devasten a comunidades autónomas rivales aunque en el viaje cientos de miles de personas pierdan su hábitat. Y tienen, también y a continuación del ínclito Sánchez, a presidentes regionales y alcaldes que no se saben la ley y no se la reclaman al presidente; y fallan también con estrépito en la parte de las tareas preventivas y reactivas que les corresponden.

Lo mismo sucedió con la dana: nadie puede controlar la furia de los cielos, pero nadie debe morir por ella cuando es sencillo detectarla con el tiempo suficiente para evacuar las zonas de mayor riesgo, cerrar a tiempo autovías, líneas ferroviarias y caminos y poner en marcha todos los recursos para paliar los daños materiales y poner a los ciudadanos a resguardo.

En todo ello la responsabilidad del horrible presidente del Gobierno que padecemos es la primera y la máxima: no solo aparecen en sus homilías todos esos sucesos, siempre en una versión apocalíptica que le permite implantar poco a poco su ramplona ingeniería ideológica y fiscal; también están en las leyes vigentes, muy claras al respecto de qué es una amenaza nacional y cómo debe gestionarse.

Pero de ahí para abajo, nadie se libra: cada uno en lo suyo ha fracasado con rotundidad, lanzando el mensaje de que cuando más impuestos se recaudan y más fecundas son las arcas del Estado, gracias a un sistema impositivo que asfixia a los contribuyentes y mantiene eternamente a inmensas capas subsidiadas, menos recursos se tienen para lo importante.

En el mismo país que consigue hoteles para alojar a mozos llegados de África ilegalmente, las señoras de Orense o de Zamora que han perdido sus casas por las negligencias en cascada de los representantes públicos duermen, tiradas, en una colchoneta en un polideportivo. Un país decente debe tener para lo primero, en situaciones excepcionales de emergencia y no como hábito frívolo; pero nunca antes de que lo segundo esté cubierto.

El Estado, en todas sus versiones, pide y cuesta más que nunca, triplica sus organismos, impulsa una tupida normativa para todo y sostiene una industria política de proporciones siderales. Pero luego vemos a paisanos en Galicia haciendo cortafuegos con su tractor, que cinco minutos antes les hubieran causado una multa; a paisanas sacando agua en Paiporta con el cubo de la fregona y a miles de hogares iluminándose con velas y cerillas y no queda más remedio que hacerles a todos una pregunta: ¿Dónde demonios estáis y cómo sois tan zánganos? Sin excusas.