Juan Carlos Girauta-El Debate
  • No hay modo humano ni inteligencia artificial capaz de inventarle un estatus merecedor de la visita de Illa. No porque Illa valga nada sino por el cargo que ostenta. Con lo que la visita al forajido que encabezó el golpe solo tiene un efecto: Illa ya no ostenta el cargo que ostentaba. Ahora lo detenta

Cuando un alto cargo institucional se desplaza al extranjero para mantener un encuentro de cariz político –caso de Illa en Bélgica para entrevistarse con Puigdemont–, debe constar el estatus del interlocutor. La mínima pulcritud lo exige. En el caso catalán, ¿en calidad de qué está ahí el golpista? Los aparatos institucionales tienen normas, tanto en las democracias, como EE.UU. y Hungría, como en las dictaduras, como Venezuela y España. Asimismo en las naciones en trance de conversión, como Bolivia hacia un lado y el Reino Unido hacia otro. Sin una observancia elemental de formas protocolarias encajadas en categorías, rituales civiles y burocracia, no hay Estado pues no hay poder organizado, ni previsibilidad, ni interlocutores representativos, ni determinación de los ámbitos de poder. Por eso Palestina, por ejemplo, no es un Estado, sin importar lo que digan un par de notas a pie de página de la historia de España y de Francia, Sánchez y Macron.

Tenemos un problema con Cataluña. Esta expresión ha podido usarse, y se ha usado, desde finales de siglo XIX hasta la conclusión de este primer cuarto de siglo XXI. Con la excepción de los años de Franco, al menos hasta el final de los setenta, larga etapa dorada de la alta burguesía catalana, que comenzó recuperando sus fábricas, se entrelazó con el poder de la dictadura hasta formar parte inseparable del mismo, y aprovechó los privilegios que Franco les concedía (como al País Vasco) dada su tradición industrial. Olvidándose extrañamente de Málaga, de industria no menos fuerte que las del norte de la Península en el pasado. Sobre todo, Cataluña se benefició del proteccionismo franquista que cerraba el paso a la competencia británica en el sector textil, el de más rancio abolengo catalán.

Tras esta digresión, dirigida a que los jóvenes sepan cuánto le debe Cataluña a Franco, volvamos al punto donde nos desviamos. Tenemos un problema con Cataluña. Lo que cabía esperar de sus partidos declaradamente separatistas no era ningún secreto. Un hatajo de fanáticos enloquecidos, atizados en un primer momento por el tipo más tonto de España, de nombre Artur Mas, y que curiosamente se creía el más listo, se ganaron un 155. Rima tú. Entre sí se han llevado a matar porque unos se quedaron y chuparon cárcel (menos de lo que debían, pero la chuparon, vaya si la chuparon), y el depuesto presidente de la Generalidad los dejó con un palmo de narices escapándose al no-país más inútil y menos fiable de Europa: Bélgica. Donde por desgracia residen varias instituciones supranacionales. Más allá de la fama o afecto de los que goce el golpista fugado entre un segmento mejorable de catalanes, no hay modo humano ni inteligencia artificial capaz de inventarle un estatus merecedor de la visita de Illa. No porque Illa valga nada sino por el cargo que ostenta. Con lo que la visita al forajido que encabezó el golpe solo tiene un efecto: Illa ya no ostenta el cargo que ostentaba. Ahora lo detenta.