Gabriel Albiac-El Debate
  • La novedad de un sujeto tan ajeno a escrúpulo como Pedro Sánchez se juega en esa esgrima. La exhibición, anteayer, desde los televisores y ante una empleada bien retribuida, es sólo paradigma de algo que pasó a ser norma. Y en lo cual agonizan hoy las democracias

«No debemos engañarnos: somos autómatas tanto cuanto espíritu». En austera paradoja, eso escribe el más espiritual de los autores de la edad moderna. Blaise Pascal, que ha engranado el primer autómata aritmético eficiente, sabe muy bien el territorio que está abriendo. Contemplar hoy el ejemplar que de esa máquina conserva el museo de Artes y Oficios de París mueve a la unción ante el alcance de la inteligencia humana. Alan Turing lo juzgará el arranque de la computación que vendrá tres siglos luego. No exagera. Y las escuetas anotaciones que en sus notas póstumas deja caer Pascal sobre las ventajas de argumentar «por la máquina» –par la machine–, en disciplinas tan lejos de la matemática como la teología o la política, dan a atisbar la dimensión de lo que él sabe estar poniendo en juego.

Si nuestra imaginación nos hace automatizar comportamientos cuyo origen ni siquiera sospechamos, poseerá la potestad absoluta sobre nosotros aquel que haya sabido engranar la máquina adecuada para hacer de nosotros autómatas deseantes.

Consagrar dispositivos de dominio automático ha sido utopía mayor de la política moderna. Al depurado sarcasmo acerca de estas ilusiones, prestará Condorcet su pluma en el número 3 de Le RépublicainDiario de los hombres libres de todos los países. Otoño de 1792. Su burlesco panfleto dice modestamente ser tan sólo la «Carta de un joven mecánico», que, a precio módico, se compromete a fabricar una perfecta máquina de gobernar. «Ésta asumiría, a las mil maravillas, las funciones de la realeza: caminaría en las ceremonias, se sentaría convenientemente e incluso, mediante un ingenioso resorte, recibiría de manos del presidente de la Asamblea la lista de ministros designada por la mayoría». Con inocultables ventajas en su automatismo: porque la máquina «no supondría peligro alguno para la libertad; y, convenientemente puesta a punto, sería eterna, lo cual es aún mejor que ser vitalicia. Se podría incluso declararla inviolable sin injusticia. E infalible sin absurdo». El ingenio no suele ser bien aceptado por los políticos. Restauradores como jacobinos, todos percibieron por igual en el marqués de Condorcet un exceso de inteligencia que convenía borrar. Así se hizo en 1794.

Pero la idea, más allá de su explícita mala uva, abría un universo cuya consumación sólo nuestro naciente siglo estuvo en condiciones de hacer pasar al acto. Más allá del tosco experimento de los pasados totalitarismos, que poco más que el arcaico juego de alternar palo y zanahoria poseían, ha ido encajando, pieza a pieza, el puzle de la plena transmutación en autómata del ciudadano. Porque de eso se trata sólo en la política del siglo veintiuno. Condorcet se equivocaba sólo al investir la lógica maquínica en el gobernante. Son los gobernados quienes deben ser engranados como autómatas. Y eso no se consigue a golpe de garrotazos. Sólo a golpe de imágenes óptimamente administradas. Desde el televisor hasta el más tenue nudo de las redes. Hoy eso, todos lo sabemos, no plantea ya dificultad insalvable.

La novedad de un sujeto tan ajeno a escrúpulo como Pedro Sánchez se juega en esa esgrima. La exhibición, anteayer, desde los televisores y ante una empleada bien retribuida, es sólo paradigma de algo que pasó a ser norma. Y en lo cual agonizan hoy las democracias. No hay verdad ni mentira para quien posee los mandos de la máquina de suplir realidad por fantasía a su medida. ¿Los ministros del autócrata robaban a puñados? No, no eran ministros, eran un par de sinvergüenzas ajenos a presidente y a partido. ¿La esposa del autócrata obtenía beneficios incompatibles con su notoria ausencia de cualificaciones? No, por Dios, ¿cómo se puede difamar así a una persona inequívocamente honesta? ¿El hermano pequeño del todopoderoso se habría saltado todas las normas y concursos del empleo público? Pero, por todos los santos del paraíso, ¿cómo se puede calumniar tan atrozmente a un pobrecito artista entre lo excelso y lo inofensivo? ¿Pudo delinquir el fiscal general del Estado, en el cual él, el infalible, había puesto toda su fe y esperanza? Imposible: el infalible nunca yerra; y, menos aún, engaña. Todo, absolutamente todo, se reduce a una conspiración de los jueces. Que pretenden tomar el mando que sólo a su inviolable persona pertenece.

¿Da risa? Debería darla. Pero funciona. Lo risible es fácil de trocar en respetable, en incluso venerable y sesudo, cuando la máquina de triturar verdades mediante imágenes está en manos de un autócrata. No hay ya verdad entonces. En rigor, tampoco mentira. Todo da lo mismo. Es la fe del autómata. Y esa fe sólo devasta.