Carlos Souto–Vozpópuli
El mejor amigo del populismo es la corrupción; su peor enemigo es la educación
Poco antes de la pandemia, me encontraba en Estados Unidos en un tour de medios advirtiendo, donde podía, sobre los peligros inminentes de un aumento del caudal del populismo latinoamericano impulsado en ese entonces por varios gobiernos que aún mostraban un aparente barniz democrático.
Era un fenómeno que conocía bien, no por lecturas de ocasión, sino porque lo había seguido de cerca durante años. En Florida y en español, me invitaron tanto al programa del genial Jaime Bayly como al noticiario de Univisión, el más visto por la comunidad latina en USA. Ambos me hicieron, con sus estilos, una misma pregunta, aunque Ambrosio Hernández de Univisión, la formuló sin rodeos: “¿Cuál es el mejor amigo y cuál el peor enemigo del populismo?”.
Hoy reviso en el canal de YouTube esa respuesta y veo una pizca de titubeo que atribuyo al saber que la verdad sonaría algo cruel: “El mejor amigo del populismo es la corrupción; su peor enemigo es la educación”. Esa fue mi respuesta.
La bestia negra de la política
Pasaron ocho años, o sea que casi al mismo tiempo la fórmula del socialismo del siglo XXI llegaba a España. Esa que hoy aún se mantiene en el poder.
Al igual que en América, en todos los casos, la corrupción socialista aparece como protagonista estelar, la gran bestia negra de la política, el motor de escándalos, portadas, comisiones de investigación.
Este lunes Pedro Sánchez, en su reentré mediática tras unas tensas vacaciones, sale asegurando con cara de mármol que nunca podrá ser parte de nada cercano a la corrupción. Es un presidente que ha demostrado que más allá de ser listo, (guapo ya no lo parece) lo que tiene es un estómago de piedra, capaz de digerir cualquier contradicción, cualquier ataque, cualquier alimento envenenado de la oposición. Su fortaleza es negar lo evidente sin rubor, repetir que tiene frío mientras lo cercan las llamas.
En el esquema del socialismo populista, estar bien educado no asegura un empleo de calidad, no vale lo que debería valer, no significa una ventaja competitiva concreta para el futuro
Y ahí caemos todos. Porque de la corrupción hablamos sin cesar. La corrupción es visible, escandalosa, ruidosa. Pero no vemos, o no nos dejan ver, la otra cara de la luna. El lado oscuro, el que no notamos a causa de la rotación intencional de la tierra socialista, que es la deseducación. Y es allí donde el populismo del siglo XXI juega su partida más decisiva. Sabe que poco a poco la sociedad deja de insistir, baja los brazos. Porque en el esquema del socialismo populista, estar bien educado no asegura un empleo de calidad, no vale lo que debería valer, no significa una ventaja competitiva concreta para el futuro. Vale más ser cliente del estado que un ciudadano educado. Salvo excepciones, el mejor instruido emigra primero, nada más.
Los ejemplos abundan y parecen calcados, es una maniobra de manual. El chavismo en Venezuela terminó con la educación pública y se dedicó a adoctrinar a cambio de alimento; el kirchnerismo en Argentina terminó con la fama de aquella Argentina culta que ya no es, y así en todos los casos. La corrupción fue un mecanismo de poder, sí, pero el verdadero seguro de continuidad fue otro. Se reescribió la historia, se adulteraron programas escolares, se politizó la enseñanza, se vaciaron las universidades de mérito para llenarlas de militancia. La corrupción alimentaba a los líderes; la deseducación fabricaba ciudadanos obedientes, incapaces de distinguir entre un derecho y un privilegio, entre una promesa electoral y una estafa. Ese vaciamiento cultural resultó infinitamente más trascendente que cualquier comisión ilegal.
Mientras se entretiene a la opinión pública con las cloacas de la corrupción, se entrega la educación como moneda de cambio para contentar a socios y fabricar una generación de cristal
Lamentablemente, España ha comenzado a recorrer la misma senda. La excelencia se convierte en un concepto sospechoso, la exigencia en una forma de exclusión. Y así, mientras se entretiene a la opinión pública con las cloacas de la corrupción, se entrega la educación como moneda de cambio para contentar a socios y fabricar una generación de cristal. La matemática se subordina al eslogan, la historia a la consigna, la literatura a la corrección política. Lo que debería ser un sistema educativo se transforma en un campo de pruebas de ingeniería ideológica.
Así, no solamente acabaron con la idea de que la sanidad española era la mejor del mundo, que su red ferroviaria iba de maravilla, que sus calles eran seguras, sino que dejaron sin una buena parte de su prestigio a la Complutense, por ejemplo, todo en menos de una década.
El populismo socialista opera como un prestidigitador: con una mano nos oculta la mordida, el contrato amañado, el intermediario sin escrúpulos. Y mientras nos esforzamos en descubrir el truco, con la otra mano nos arrebata en silencio el capital cultural que permitía pensar, cuestionar. Es un doble espejo: la corrupción compra voluntades, la deseducación fabrica incapacidad de rebelarse. Y una vez que un país abandona su capacidad de protesta, de crítica, de resistencia social, el terreno queda preparado para aceptar como normal lo intolerable.
El enemigo principal de estos regímenes no es otro que la educación. Ese es el robo más nefasto que perpetran: no el de los sobres, sino el de la cartera
Lo que respondí en aquellos reportajes, en cada conferencia y en cada foro profesional, sigue siendo cierto; el enemigo principal de estos regímenes no es otro que la educación. Ese es el robo más nefasto que perpetran: no el de los sobres, sino el de la cartera.
Y la cartera de la sociedad es la educación, la herencia del futuro. La corrupción es apenas una distracción, un espectáculo de fuego que nos entretiene mientras, en la penumbra, nos vacían el bolsillo donde guardábamos el porvenir.