Pablo Martínez Zarracina-El Correo
- Trump decide que las guerras mundiales no se ganan teniendo un Departamento de Defensa
En su camino directo hacia el Nobel de la Paz, Donald Trump quiere fundar el Departamento de la Guerra. Bueno, en realidad no va a fundar nada. Solo se trata de cambiarle el nombre al Departamento de Defensa. Lleva llamándose así desde 1949, cuando Truman, entendiendo que tras Yalta tocaba apostar por la disuasión, unificó las ramas del Ejército y aprovechó para crear la CIA. Ahora Trump apuesta por la ostentación. De ardor guerrero. Por eso puso al frente del Departamento de Defensa a Pete Hegseth, un tipo que lleva tatuado en el brazo un rifle de asalto AR-15, un poco como Mahatma Gandhi. No parece casualidad que la recuperación del Departamento de Guerra se acelere tras el imponente desfile del miércoles en Pekín: Xi Jinping enseñándoles a Putin y a Kim Jong-un todos sus juguetes para dominar el mundo. Por pura fuerza gravitacional, algo tan enorme no puede no haber afectado al ego de Trump, que intentó en junio su propio desfile en Washington y quedó como un aficionado.
Entre los razonamientos sin frenos del presidente para justificar el cambio de nombre gubernamental destaca este: teniendo un Departamento de Guerra en lugar de uno de Defensa, Estados Unidos ganó dos guerras mundiales. Lo bueno es que la idea no ha llegado a la siguiente curva: para ganar la Tercera Guerra Mundial, lo primero que hay que hacer es desencadenarla. Por otro lado, recuperar denominaciones ministeriales puede ser bonito y deberíamos tomar nota. Margarita Robles sería una extraordinaria ministra de la Guerra, Félix Bolaños resplandecería como ministro de Gracia y Justicia y José Manuel Albares parece haber nacido para ser ministro de Exteriores y Ultramar. En esto habría que copiar a Trump, que no siempre acierta con los nombres de las cosas. En enero denominó a lo que venía la «edad dorada» y nueve meses después Estados Unidos está destruyendo empleo por primera vez desde 2021. Es curioso cómo el pensamiento del gran hombre mezcla la posverdad alucinada y el literalismo infantil. Esa manera de pensar que la palabra guerra impresiona a los guerreros, que el Golfo de México puede dejar de estar en México y que América está siendo grande de nuevo porque lo pone, en mayúsculas, en las gorras que tú mismo imprimes.
Secretas ambiciones
Desde la pasada primavera, las naturalezas sensibles notábamos una rara vibración en el éter vasco, por la zona de las altas esferas, justo donde conectan estas con las puertas giratorias. Se debía a la retirada de Andoni Ortuzar de la política tras diecisiete años en la planta noble de Sabin Etxea, doce de ellos como presidente del PNV. El temblor era mitad premonición, mitad interrogante. ¿Qué futuro laboral tendría alguien tan relacionado con el poder? Yo apostaba por el retiro en el ‘hortus’ horaciano de Sanfuentes, donde en compañía de la vaca de aitite, y lejos del tumulto de Roma, la mente puede elevarse sobre la ambición del mundo. Otra opción era la creación de una fundación, pero eso ya lo hizo el lehendakari Urkullu y tampoco puede soportar el país que cada expolítico nos origine una fundación. Al final, todo ha sido más prosaico. Ortuzar ficha por una consultora: PwC, una de las cuatro grandes. Y eso que él mismo reconocía en un antiguo perfil que disfrutaba del frontón en la modalidad paleta-cuero, que le gustaban Sabina, Phil Collins y Andrea Bocelli y que su «secreta ambición» era jubilarse «trabajando en una bodega». Pero las ‘Big Four’, ya se sabe, son así. Te pillan desprevenido y te arruinan las ambiciones.