Ignacio Camacho-ABC
- Sánchez entiende la Fiscalía como una delegación gubernativa sometida al compromiso de estricta obediencia política
El año judicial es la unidad que mide el lapso de tiempo (por lo general bastante más de doce meses) que la gente pasa en espera, no de que se resuelvan sus pleitos o sus procesos, sino de que unos juzgados saturados fijen fecha para hacerlo. Se inaugura con un acto protocolario, presidido por el Rey, durante el cual intervienen el fiscal general del Estado y el titular del CGPJ y del Tribunal Supremo. La novedad de este ejercicio consiste en que sobre la persona del representante del Ministerio Público concurre también la insólita condición de reo a punto de sentarse en el banquillo, acusado de revelación de secretos. Y en que lejos de dimitir como prescribe el deber ético ha dado en aferrarse al puesto.
El problema de la sesión de ayer no era, pues, la asistencia del señor García Ortiz, al que la ley orgánica atribuye la función de leer la memoria de actividades del año, sino su permanencia en el cargo. La falta de pudor, lógica o simple sentido de la dignidad que demuestra al atornillarse a una responsabilidad puesta en cuestión por su situación procesal de imputado. El jefe de los fiscales, cuya encomienda consiste en perseguir los delitos, está sometido a una exigencia de ejemplaridad incompatible incluso con una vulgar infracción de tráfico, y su empeño en continuar en estas circunstancias constituye un escándalo, una grave irregularidad institucional y una ofensa a los ciudadanos a quienes representa en su trabajo.
Ésa es la cuestión esencial, más allá de la polémica sobre la embarazosa tesitura en que ha quedado la Corona, en cuyo nombre se administra la justicia, forzada a presenciar ‘in situ’ la consumación de una anomalía. Siendo todo eso relevante, lo es mucho más la violación de los principios de independencia y neutralidad que García Ortiz ha cometido por sumisión al designio sanchista. El presidente del Ejecutivo concibe la Fiscalía como una cartera más, una suerte de delegación gubernativa donde el concepto de jerarquía se interpreta como un compromiso de servidumbre estricta que su máximo responsable cumple con bochornosa disciplina, al punto de afrontar un aprieto penal por colaborar en una operación contra una rival política.
Por Felipe VI no hay que preocuparse. No sólo porque sabe lo que hace sino porque quizá sea el único actor público, junto a los jueces, que está a la altura de sus obligaciones constitucionales. Es el deterioro del sistema el aspecto inquietante de toda esta cadena de disparates, desviaciones de poder, trastornos jurídicos y desmanes similares que conducen a una deriva de pérdida de valores y a una desconfianza social difícilmente subsanable. El asalto sectario a los contrapoderes democráticos, con el judicial a la cabeza, es el trance más peligroso del mandato de Sánchez. Y si la ley no prevalece frente a ese ataque no habrá nada ni nadie capaz de frenar el avance hacia una autocracia rampante.