- El efecto más demoledor de las descalificaciones de Sánchez a los jueces es que afectan al núcleo de la legitimidad del propio Poder Judicial, cuyo fundamento más firme está en su independencia.
La democracia constitucional salió victoriosa en el siglo XX frente a los modelos alternativos del fascismo, el nazismo, el comunismo y los diversos regímenes militaristas.
Pero ahora, si se sigue de cerca la ejecutoria de algunos líderes mundiales, es posible constatar cómo se está incubando poco a poco una auténtica regresión democrática.
No me refiero, claro está, a sistemas que explícitamente rechazan el modelo de la democracia constitucional, ya sea la Rusia de Putin, la China de Xi Jinping, la Corea de Kim Jong-un o cualquiera de los sistemas teocráticos existentes.
Estos pertenecen a otro club. Un club, por cierto, poco recomendable.
La regresión a la que me refiero es la que se está produciendo en ciertas sociedades en las que algunos líderes que llegaron al poder democráticamente han comenzado a desmontar los checks and balances de la democracia constitucional.
Es en estos países donde podemos hablar propiamente de una regresión democrática.
Los ejemplos están a la vista de todos.
Es Donald Trump, presidente nada menos que de los EE.UU. Ha sido el presidente Bolsonaro en Brasil y el presidente Modi en la India. Han sido, o siguen siendo, el primer ministro Jarosław Kaczyński en Polonia, Viktor Orban en Hungría, Chávez y Maduro en Venezuela, Erdogan en Turquía, Netanyahu en Israel, Evo Morales en Bolivia, Nayib Bukele en Ecuador, los Kirchner en Argentina, Obrador en México, los Ortega de Nicaragua, Rodrigo Duterte en Filipinas…
Para qué seguir.
La presidenta del Tribunal Supremo y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Isabel Perelló, junto al rey Felipe VI Efe
Unos son de derecha; otros son de izquierda. En todo caso sus proyectos se alimentan de alguna de estas tres fuentes: el populismo, el extremismo y el autoritarismo que en ocasiones se superponen y se funden.
Y todos ellos comparten algunos rasgos comunes como es la incomodidad que sienten ante los checks and balances propios de la democracia constitucional y, sobre todo, coinciden en su enorme desconfianza hacia el Poder Judicial.
La división de poderes, el control de constitucionalidad y el Judicial Review son un corsé que resulta demasiado estrecho para aquellos líderes citados que buscan desembarazarse de cualquier control o cortapisa para llevar adelante sus políticas y mantenerse en el poder. Es lo que explica ese rasgo común que tienen los citados líderes embarcados en una lucha más o menos descarada contra el Poder Judicial.
Son ya incontables los estudios dedicados a detectar las estrategias seguidas por populistas, radicales y extremistas en su lucha contra el Poder Judicial. El objetivo de tales estrategias, que aquí sintetizo, es doble.
En unos casos con los ataques se trata de impedir que jueces y tribunales interfieran en la agenda del Gobierno.
En otros casos, lo que se pretende es doblegar, si fuera necesario, a jueces y magistrados de tal forma que alineen sus decisiones con las del Ejecutivo.
La primera estrategia suele centrarse en modificar la estructura y dinámica de los tribunales. Y así se puede ver cómo, según las circunstancias del país en cuestión, algunos gobiernos tratan de abolir ciertos tribunales o reducir su jurisdicción, capturar el órgano (court-packing), cambiar las reglas de acceso a la función judicial, modificar sesgadamente las normas procesales, reducir el personal de tales cuerpos o limitar sus presupuestos y recursos.
La segunda estrategia va dirigida a domar a determinados jueces encargados de asuntos especialmente incómodos para el gobierno.
Para ello, en aquellos países en los que el Ejecutivo se ha reservado constitucionalmente competencias al respecto, éste puede recurrir a amenazar con sanciones disciplinarias, modificar la edad de jubilación, jugar con la política de ascensos y de destinos…
Y cuando la Constitución ha desapoderado a los gobiernos de estas competencias que, a su vez, han sido residenciadas en órganos independientes (Consejos de la Magistratura o similares) aquellos gobiernos pueden tratar de neutralizar al Poder Judicial indirectamente mediante la captura de tales órganos independientes, convertidos así en órganos auxiliares del Ejecutivo.
«Una cosa es la crítica de los hechos declarados probados y otra muy diferente es la descalificación del juez acusándole de partidista, sectario o con motivaciones políticas»
Un buen test para averiguar el grado de madurez y consistencia de una democracia constitucional es preguntar entre otras cuestiones por el recurso gubernamental (y de la oposición) a las anteriores estrategias.
Pero la estrategia más frecuente y no menos peligrosa consiste no en el ataque directo al Poder Judicial sino en la erosión gradual de su legitimidad.
Y es aquí donde cobran mayor interés la serie de descalificaciones, dentro y fuera de España, del presidente del Gobierno: los jueces, ha declarado a The Guardian, “están haciendo política y esa es una realidad a la que nos enfrentamos”.
Acusación que poco antes ya había pronunciado en RTVE y que fue coreada por algunos de sus ministros.
Vaya por delante que jueces y magistrados no tienen inmunidad por sus actos. Faltaría más. No sólo se puede, sino que se debe criticar sus decisiones cuando lo merezcan.
De hecho, es eso lo que hacemos habitualmente los profesores y cualquier jurista cuando examinamos sus autos y sentencias. La crítica es, además, lo que permite corregir los errores, perfilar mejor la doctrina, orientar las decisiones y ayudar a reformar la jurisprudencia; en suma, mejorar la Justicia.
Pero una cosa es la crítica de los hechos declarados probados o de la coherencia entre estos y el fallo de las sentencias y otra cosa muy diferente es la descalificación del juez acusándole de partidista, sectario o con motivaciones políticas.
Cuando esto lo hace cualquier ciudadano está imputando una conducta delictiva a un determinado juez. Pero cuando lo hace nada menos que el presidente de un Gobierno o sus ministros tales descalificaciones tienen una mayor gravedad.
Descalificaciones como la anterior o declaraciones como la que al parecer ha hecho respecto al caso del fiscal general del Estado (“es inocente. Yo creo en su inocencia”) corren el riesgo de entenderse como un intento de intimidación de los magistrados que tienen que decidir sobre la culpabilidad o inocencia en este caso del fiscal general.
Y ¿qué dirá el presidente si finalmente el fiscal general fuera declarado culpable?
También pueden interpretarse tales declaraciones como un intento de preparar el terreno por si la decisión judicial fuera contraria a los deseos del señor presidente. ¿Y qué dirán entonces los ciudadanos?
«Decir, como ha dicho el presidente, que los jueces están haciendo política con sus sentencias, no es criticar a los jueces: es descalificarlos; es deslegitimarlos»
Pero el efecto más demoledor de las descalificaciones gubernamentales es que afectan al núcleo de la legitimidad del propio Poder Judicial cuyo fundamento más firme está en su independencia, su profesionalidad y, por tanto, en su credibilidad ante los ciudadanos.
Todo gobierno democrático tiene un poder enorme y una legitimidad inapelable: las urnas.
El Poder Judicial, por su parte y como decía Alexander Bickel, es The least dangerous Branch, el menos peligroso y por tanto el más débil de los tres poderes. Su legitimación no proviene de unas elecciones sino de la credibilidad que sepa suscitar entre sus ciudadanos.
Por eso es capital que los ciudadanos les sigamos considerando como ese Tercero imparcial que necesitan las sociedades civilizadas para resolver sus litigios en base a su independencia, sus razonamientos, su deontología profesional.
Por eso, decir, como ha dicho el presidente, que los jueces están haciendo política con sus sentencias, no es criticar a los jueces: es descalificarlos; es deslegitimarlos.
No sé si el presidente del Gobierno entiende la gravedad de sus descalificaciones. Algún ministro se ha adelantado a matizar que sólo se refiere a una minoría de ellos. Pero poco importa que sus declaraciones se refieran a todos, a muchos, a algunos o a un solo juez.
Debería tener en cuenta que el Poder Judicial reside en todos y en cada uno de los cinco mil cuatrocientos dieciséis jueces que sirven en España a la Justicia. Cuando se descalifica a un juez, se descalifica al Poder Judicial.
Tampoco sé si es consciente de que con sus críticas a los jueces corre el riesgo de que su nombre termine figurando en esa ya demasiado larga y negra lista de líderes que han declarado la guerra al Poder Judicial. No me gustaría que el nombre del presidente del Gobierno de España terminara figurando, por inconsciencia o por sus malos consejeros, entre aquellos personajes.
Hay un arte de hablar y un arte de callar que debería ser asignatura obligatoria para todo servidor público. El abate Dinouart (El arte de callar) hablaba de diez diferentes especies de silencio, entre las que destacaba el silencio prudente.
Es, decía, el que conviene a las personas dotadas de buen espíritu, de sentido recto y de capacidad para distinguir las coyunturas que obligan a callar o a hablar.
Pues bien, cuando se trata de determinados asuntos sub iudice y que pueden afectar al propio gobierno, la coyuntura, señor presidente, es la del silencio prudente.
*** Virgilio Zapatero es rector emérito de la Universidad de Alcalá.