- Un «bloqueo», en la era del capitalismo digital, no precisa para nada ser apoyado por mayoría alguna. Un pequeñísimo –y disperso– grupo de hackers puede tumbar los sistemas que hacen hoy funcionar un país
Pasado mañana, miércoles, un experimento crítico desplegará su escena. «Bloqueémoslo todo» llama ese día a paralizar Francia. Al menos, durante veinticuatro horas. Nadie sabe quiénes son los componentes del enmascarado cenáculo digital de «los esenciales», que se ha dado a sí mismo como nódulo virtual de la iniciativa. No hay una sola propuesta resolutiva en la convocatoria. En rigor, no es siquiera una convocatoria. Tan sólo una fecha. Y un deseo: que todo se congele. Fuera de cualquier relación con derechas e izquierdas. Fuera de toda resonancia sindical. Sin otra verbalización que la de un malestar que se vive como insoportable.
Podría argumentarse que eso que se avecina no vendría a ser –en caso de tener éxito– más que una variedad de la huelgas generales de toda la vida. Y que, en tal tipo de huelgas, Francia tiene tradición venerable. Que incluye la más amplia y prolongada de la historia: la del año 1968. Pero sería ésta un percepción tan obvia cuanto engañosa. Es cierto que los sindicatos obreros se han arrimado –tarde y a desgana– a convocar huelgas coincidentes con «lo del diez de septiembre». No lo es menos que esos mismos sindicatos reprobaron, desde el momento mismo de su irrupción en las redes, una convocatoria que los dejaba al margen; que rompía, lo cual es menos perdonable, sus programas reivindicativos más preciados y sus filiaciones políticas más intemporales. Y que reivindicaba una inviolable horizontalidad organizativa. Sin direcciones.
Es cierto que la izquierda y extrema izquierda ven con benevolencia la convocatoria. Ahora: cuando prevén el riesgo de que pudiera tener éxito. Pero, del Partido Socialista a Mélenchon, no vinieron más que burlas cuando aquellos «esenciales» comenzaron a viralizar las redes. Las pocas tesis programáticas del movimiento presentaban el riesgo de tener resonancias muy hirientes de las más populistas posiciones de Marine Le Pen. El Rassemblement National de esta última alzaba nota de la curiosa coincidencia. Y, al tiempo, llamaba –y llama– a desconfiar de una movilización cuyo objetivo ponía en riesgo el orden económico y social en una Francia con un pie ya en el abismo: en lo económico como en lo político. Sumada a todo eso la intervención masiva de los bots rusos en la promoción viral de ese «bloqueo», la sensación de desconcierto es, en esta antevíspera, absoluta. Lo es más aún si consideramos las encuestas que dan a la práctica totalidad del electorado de izquierda y al 48% del electorado de la derecha como favorable, en diversos grados, al llamamiento anónimo a bloquear todo.
«Bloquear» es aquí la palabra clave. Y dejarnos llevar por la pereza de asimilarla con aquel «parar» que define las huelgas clásicas, nos pone en el umbral de no entender gran cosa.
La huelga es parte de los mecanismos regulatorios de la producción, desde los orígenes de la economía industrial. Un pulso por recomponer la correlación de fuerzas que liga a asalariador y asalariado. Exige, para no estrellarse, un consenso mayoritario de aquellos que ponen en marcha ese recurso extremo. De no lograrlo, se extinguiría apenas convocada.
Un «bloqueo», en la era del capitalismo digital, no precisa para nada ser apoyado por mayoría alguna. Un pequeñísimo –y disperso– grupo de hackers puede, sin consultar con bases, partidos ni sindicatos, tumbar los sistemas que hacen hoy funcionar un país. En la producción y las finanzas como en las comunicaciones, en ejército y policía como en sanidad y, al cabo, en la administración completa del Estado. No, un bloqueo como el que se pretende escenificar el día 10 en Francia no es una «huelga» en sentido propio: aunque múltiples «huelgas sindicales» vayan a parasitar su anómalo impulso. Es una variedad, más bien, del «sabotaje», aquella expresión de enfado espontáneo que partidos y sindicatos obreros juzgaron siempre demasiado peligrosa para ser tolerada. La mutación digital de nuestro presente hace ese sabotaje sencillísimo. Tal es el envite en juego.
Profetizar está prohibido a quien busque entender lo que pasa. Ni yo ni, creo, nadie puede profetizar lo que vaya a venir dentro de dos días. Valdrá la pena analizarlo.