Manfred Nolte-El Correo
- Trump persigue un consejo del banco central formado por leales, borrando la línea que desde hace un siglo separa la política monetaria de los vaivenes partidistas
Donald Trump ha abierto un frente inédito con la Reserva Federal (Fed). Lleva tiempo arremetiendo contra su presidente, Jerome Powell, acusándole de frenar el crecimiento económico con tipos de interés oficiales excesivamente altos, sin ahorrar insultos y amagando con despedirlo. Ahora intenta destituir a Lisa Cook. El Departamento de Justicia ha abierto una investigación a la gobernadora de la Fed por un presunto fraude hipotecario, lo que refuerza unas acusaciones que el presidente ha utilizado como pretexto para forzar su salida. Trump persigue un consejo del banco central formado por leales, borrando la línea que desde hace un siglo separa la política monetaria de los vaivenes partidistas.
La independencia de la Fed no es un accidente histórico. Nació de la experiencia traumática de la Gran Depresión de 1929 y se consolidó después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Congreso de los Estados Unidos decidió que la estabilidad de precios y la supervisión bancaria no podían depender del ciclo electoral. En 1951, el llamado ‘Treasury-Fed Accord’ selló la separación entre la política fiscal -adjudicada al gobierno- y la política monetaria que, con criterio independiente, debía responder a razones técnicas y de estabilidad a largo plazo en distinto emplazamiento.
El argumento era simple: si los gobiernos pudieran fijar los tipos de interés a su antojo, tenderían a mantenerlos artificialmente bajos para estimular la economía, en particular con anterioridad a las elecciones. Ceder a esa tentación ha sido históricamente el camino más corto hacia la inflación desbocada, la pérdida de credibilidad y, en ocasiones, la crisis financiera.
Por eso preocupa que Trump ambicione una Fed dócil. Con una mayoría afín podría forzar recortes de tipos para reactivar la economía en el corto plazo, aunque ello desatara las riendas de la inflación. El populismo monetario, como cualquier otro populismo, ofrece gratificaciones inmediatas. La factura llega más tarde en forma de tipos más altos, recesión y pérdida de credibilidad internacional.
El nobel Paul Krugman, martillo del inquilino del Despacho Oval, lo recordaba esta semana: «Cuando los gobiernos controlan a su banco central, el final siempre es el mismo: inflación, pérdida de confianza y, tarde o temprano, crisis». Turquía es un ejemplo cercano: su presidente destituyó a tres gobernadores del banco central en dos años y forzó recortes de tipos mientras la inflación superaba el 80 %, y la lira turca se desangraba.
La historia reciente lanza más advertencias. Venezuela sometió su banco central a la chequera del Ejecutivo y acabó en una hiperinflación del 1,7 millones por ciento en 2018, posiblemente, junto a la de Weimar, la más grave de todos los tiempos. Argentina recurrió de forma sistemática a emisiones sin control en la década de 2010 cuyo resultado fue una espiral de precios crónica por encima del 50 por ciento. Perú perdió la autonomía de su banco central en los ochenta, y llegó al 7.500 por ciento de inflación en 1990.
La Fed, como otros bancos centrales, opera con un mandato dual: máximo empleo y estabilidad de precios. Son objetivos que normalmente colisionan. Solo una institución cualificada e independiente puede arbitrar ese dilema con perspectiva técnica y sin sucumbir a presiones políticas. Dentro de la Fed hay debates intensos y disensiones notorias. Esa diversidad de opiniones se esfumaría si estuvieran supeditadas al dictado político.
La Reserva Federal ha sido, con sus aciertos y errores, una brújula orientada al 2% de inflación, secundada por los grandes bancos centrales del planeta. Trump pretende ahora subordinar esa brújula a su agenda. Sus artimañas evocan el ‘court packing’ de Roosevelt en los años treinta, cuando intentó ampliar el Tribunal Supremo para someterlo a sus designios. El rechazo frontal que provocó aquella maniobra, y su derrota en el Senado, deberían servir de ejemplo.
Hasta ahora, la voz de alarma más clara la ha alzado la presidenta del Banco Central Europeo (BCE). Christine Lagarde no solo ha advertido que la toma de control de la Fed por parte de Trump es «un peligro muy serio», sino que reconoce estar preocupada por la salud del estado de derecho en Estados Unidos.
Si la independencia de la Fed desaparece, el mensaje a los mercados será devastador. El eco alcanzará a todos los rincones del planeta, porque los tipos fijados en Washington marcan el compás financiero global.