Antonio Elorza-El Correo
- Chapuceramente, Sánchez ya domina el poder legislativo y el judicial se le resiste
Puestos a buscar una calificación para la entrevista de Pedro Sánchez por Pepa Bueno, esta sería la de patética. El presidente estaba allí como en el pasado, con la pretensión de transmitir ante todo seguridad, con el guion bien aprendido, más la seguridad que da torear a toro pasado, respondiendo a preguntas en lo esencial ya conocidas. Y si algún punto se escapaba, al referirse levemente la periodista a la marginación de Sánchez en el escenario internacional, sabía salirse por la tangente.
Sin embargo, el conjunto de las respuestas, las inevitables sobre los grandes temas y sobre todo, la larga digresión contra las manifestaciones de odio de que es objeto, «su deshumanización», dijo ella, daban esta vez un mensaje de incertidumbre y tristeza. Fracasó la preparación de respuestas de obligado cumplimiento, tales como las referidas a los incendios o al «diálogo» y «la normalización» con Puigdemont. Solo faltaban la inevitable promesa de resolver el problema de la vivienda, unida al lamento por los problemas de la juventud, más el silencio sobre la inmigración, para cerrar un balance de impotencia política.
Hubo, eso sí, una gota del Sánchez agresivo: la descalificación dirigida contra «los jueces que hacen política», de la cual excluye al magistrado que hace su política. El efecto bumerán fue inevitable.
Completaba el cuadro un rostro demacrado, con las huellas del tratamiento, no se sabe si restaurador o de acentuación. ¿Resultado? Un presidente, inevitablemente dispuesto a seguir en el cargo, su constante vital, pero desde una profunda insatisfacción. De su gesto cabe inferir que tal vez está fracasando, aunque desde su egolatría no puede admitirlo y por ello no deja de emitir mensajes felicíficos, en un proceso de autolegitimación. No puede admitir errores, ni rectificar. De ahí su recurso, tantas veces utilizado, a la ocultación en momentos de riesgo o ante un problema grave. Pasado el mismo, como tras la dana o ahora tras los incendios, trata de renacer como ave fénix. Borrón olvidado y cuenta nueva.
En modo alguno se trata de que Pedro Sánchez cometa graves errores por inconsciencia o por la perversidad en los fines y los medios, propia de un tirano. Por eso en la entrevista del lunes pasado, bajo la costra de buenos propósitos y buenos anuncios, subyacía la imagen de una conciencia desgraciada. Pensemos que Sánchez cree en sí mismo, en la primacía absoluta de su voluntad de poder, así como de los resultados positivos que deben derivarse de su ejercicio.
Como consecuencia, tiene lugar una transferencia de personalidad, en cierto modo kafkiana. Nuestro Pedro S. no puede admitir la contingencia de la política y ha sido capaz de construir un sistema de poder, una máscara, con la finalidad exclusiva de sostenerle sine die al frente del país. En consecuencia, toda actuación política se subordina a la misma. Ocurre, no obstante, que la bien fabricada máscara cumple su objeto, pero una cosa es mantenerse en el mando y otra gobernar, el cometido inherente a cargo del político, en este caso tapado por aquella.
El choque permanente con la realidad es inevitable y acaba provocando un profundo deterioro, no solo en la vida política del país, sino en el hombre político que se refugia tras la máscara, empujándole de modo inevitable al comportamiento dictatorial, en la creencia de que todo se resolverá cuando tenga en su mano los tres poderes. Chapuceramente ya domina el legislativo y el judicial se resiste: de ahí su ofensiva contra los jueces. Deterioro político, moral y también humano. La imagen de Pedro Sánchez en la entrevista lo expresa inequívocamente.
En el marco de la degradación en curso de las democracias, hacia dictaduras o populismos, la experiencia española con Pedro S. tiene algo de fascinante, ya que no se trata en modo alguno de la solución autoritaria y de ultraderecha que va avanzando en el continente europeo, a la sombra de Trump. Se presenta como progresista y no se basa en la xenofobia ni en el neoliberalismo. Fundada sobre una ambición personal, al aliarse para sobrevivir con partidos antisistema y opuestos al orden constitucional, su blanco involuntario es el propio Estado democrático.
Los efectos son claros en su proyección exterior, con una fachada progresista, siempre gestionada desde la propia imagen y los intereses de Sánchez, más Zapatero, las más veces nebulosos (Venezuela, Marruecos, China). Desenlace lógico: marginación de España en la UE.
Las repercusiones internas son más graves, fruto de su puesta en práctica de la bienintencionada voluntad de restañar heridas con Cataluña. La máscara impuso su ley, y la conciliación se tradujo en concesiones sin límites, vulnerando abiertamente el orden constitucional, con la perspectiva inevitable de una nueva comunidad privilegiada, y de una dimensión económica inasumible. La racionalidad no cuenta, solo él. La «singularidad» llevaba a un pésimo final, una confederación para los ricos; la «quita», tal como viene, es una maniobra contra la convivencia democrática, al servicio de ERC, anti-PP y cargada de injusticia. España es un Estado en crisis.