Editorial-El Español
El Tribunal Supremo ha dictado este martes auto de apertura de juicio oral contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por un presunto delito de revelación de secretos.
Es la primera vez que el máximo responsable del Ministerio Público se sienta en el banquillo de los acusados. Una situación insólita a la que jamás deberíamos haber llegado.
La decisión del magistrado Ángel Hurtado no es caprichosa.
Según su auto, de veintinueve páginas, existen «suficientes indicios» para sostener que García Ortiz filtró información confidencial sobre Alberto González Amador, pareja de Isabel Díaz Ayuso, con el objetivo de «ganar el relato» mediático. Es decir, de favorecer políticamente a Pedro Sánchez y destruir a la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Los hechos describen un «frenético intercambio de comunicaciones» en el que el fiscal general solicitó expresamente que los correos reservados se enviaran a su cuenta personal para dos horas después facilitar su contenido a los medios.
El Tribunal Supremo considera probado, al nivel indiciario requerido, que García Ortiz reveló «información confidencial de la que tuvo conocimiento por razón de su cargo», comprometiendo gravemente el derecho de defensa de un ciudadano y vulnerando los protocolos de confidencialidad que rigen las negociaciones procesales.
La imposición de una fianza de 150.000 euros subraya la gravedad de los hechos imputados.
Ante esta situación, la negativa del fiscal general a dimitir, así como el apoyo obstinado del Gobierno, constituyen una anomalía democrática sin precedentes.
Cualquier fiscal de rango inferior sería suspendido automáticamente en circunstancias similares. La permanencia de García Ortiz al frente del Ministerio Fiscal mientras enfrenta un proceso penal por hechos relacionados con su cargo representa, por tanto, una flagrante violación de los principios básicos de integridad institucional.
El respaldo incondicional del Gobierno de Pedro Sánchez agrava exponencialmente el daño institucional. La decisión de mantener a García Ortiz convierte al Ejecutivo en parte interesada de un proceso judicial, politizando de manera intolerable la administración de justicia.
Como ha denunciado acertadamente Alberto Núñez Feijóo, «si el PSOE no exige la dimisión de Álvaro García Ortiz le acompañará hasta el banquillo».
La crítica del líder del PP no es partidista. Refleja una preocupación legítima por la preservación del Estado de derecho. Un fiscal general procesado por filtrar información confidencial no puede seguir representando la legalidad e imparcialidad que debe caracterizar al Ministerio Fiscal.
La permanencia de Álvaro García Ortiz en el cargo, una situación tan aberrante desde el punto de vista democrático que los legisladores ni siquiera habían previsto salvaguardas contra ella, transmite un mensaje tóxico: que las reglas no se aplican por igual a todos los ciudadanos.
La situación trasciende, además, el caso personal de García Ortiz. España atraviesa una crisis de confianza institucional que esta anomalía agravará hasta extremos peligrosos.
Según estudios recientes, los españoles ya figuran entre los europeos que menos confían en su Gobierno y Parlamento. Normalizar la irresponsabilidad política de los altos cargos alimentará el descrédito ciudadano hacia las instituciones democráticas y abrirá las puertas a soluciones populistas.
La propuesta de Feijóo de modificar el Estatuto del Ministerio Fiscal para que el fiscal general cese automáticamente si es investigado por el Tribunal Supremo responde a una necesidad evidente, pero no deja de ser un parche para una situación excepcional que difícilmente se repetirá en los mismos términos.
La realidad es que ningún legislador podrá prever jamás las casi infinitas distorsiones que un Gobierno atrincherado en el resistencialismo y algunos altos funcionarios a su sumiso servicio podrán provocar para esquivar sus responsabilidades políticas y penales.
Lisa y llanamente, el Estado de derecho no tiene defensa contra aquellos de sus representantes que no creen en las más elementales normas de pulcritud democrática, que no respetan las instituciones o que sólo creen en el Estado de derecho cuando este les sirve, convenientemente retorcido, para impedir la alternancia democrática.
El daño va más allá de nuestras fronteras. España fue degradada por The Economist de «democracia plena» a «democracia defectuosa» precisamente por problemas de independencia judicial. El caso García Ortiz reforzará esta percepción negativa y debilitará nuestra credibilidad internacional en un momento en que la calidad democrática se ha convertido en un factor clave de influencia geopolítica.
La resistencia de García Ortiz a dimitir, respaldada por un Gobierno que antepone el cálculo partidista al interés general, representa, en resumen, todo lo que está mal en la política española actual. La confusión entre responsabilidad penal y política, la instrumentalización de las instituciones y la normalización de situaciones aberrantes son síntomas de nuestra degradación democrática.
García Ortiz debe dimitir inmediatamente, por responsabilidad institucional.
Una vez fuera del cargo, nadie podrá reprocharle que defienda su inocencia. Pero su permanencia en él constituye una anomalía predemocrática e impropia de un país que aspira a ser respetado como una democracia sólida con instituciones creíbles.
Jamás debería haberse llegado a esta situación. La dimisión ya no es una opción: es una obligación moral y política ineludible.