Editorial-El Español

El brutal asesinato del activista Charlie Kirk, mientras intervenía este miércoles en un debate en la Universidad del Valle de Utah, no puede ser visto como una anécdota circunscrita a la particular problemática estadounidense.

Se trata del síntoma de un grave problema social que nos interpela a todas las sociedades occidentales.

Porque supone el trágico desenlace de la era de la polarización cuando esta alcanza su cenit.

Y, como tal, podría constituir un preludio del sombrío escenario que mora al final del proceso de devaluación del principio de libertad de expresión al que asistimos.

Porque, siendo cierto que Kirk aventaba desde su potentísimo púlpito mediático opiniones controvertidas, lindantes en algunos casos con la ofensa personal, no cabe soslayar que se destacó al mismo tiempo por promover espacios de debate templados con quienes disentían de sus planteamientos.

De todos modos, ni siquiera las ideas más abominables pueden servir de pretexto para justificar la violencia contra quienes las defienden. En ninguno de los casos.

Y entristece la nada desdeñable cantidad de individuos que, incapaces de deslindar las ideas de las personas, han llegado a celebrar su ejecución.

Si en EEUU se ha podido llegar hasta esos niveles de odio, es porque el ambiente político del país se ha ido inflamando a fuerza de retóricas deshumanizadoras contra el adversario.

Por eso, sólo cabe exigir, especialmente a los representantes políticos, la seriedad y la serenidad que les competen como conformadores de la opinión pública.

No es aceptable que, desde algunos flancos del entorno demócrata, se atribuya directamente a Donald Trump la responsabilidad del atentado, por mucho que indudablemente él haya contribuido durante estos años al clima de crispación subyacente.

En ese sentido, no cabe olvidar que el propio Trump ha sufrido dos intentos de asesinato.

Tampoco es de recibo que el presidente culpe en exclusiva a los líderes demócratas de la polarización, cuando lo preciso es hablar de un resurgimiento de la violencia política en EEUU que se ha cobrado vidas a ambos lados de la frontera ideológica.

Si esto no se entiende, sólo se logrará perpetuar el ciclo de la violencia, en el que cada nueva agresión sirve de acicate a otra más, en una escalada susceptible de conducir a un conflicto civil abierto.

La Historia ha dejado numerosos ejemplos de ello.

La violencia es siempre la manifestación del fracaso de la convivencia cívica, que está basada en la palabra.

Y esta conversación pública es justamente la que han venido a fracturar las redes sociales, cuyo potencial para desmantelar la amistad civil y dividir a la sociedad en tribus estancas y enfrentadas entre sí queda cada día más acreditada.

Tal efusión de fundamentalismo ideológico, incapaz de entrar a discutir pacíficamente también los asuntos más incómodos, no está desligada del influjo que obran los algoritmos a la hora de amplificar los discursos de odio.

Y es que el asesinato de Kirk ofrece una dramática ilustración de una verdad no siempre perceptible a primera vista: las palabras frenéticas desembocan en conductas frenéticas.

Y las armas, el otro ingrediente de este cóctel letal, fungen de aceleradores de ese trayecto. En un país con una cultura armamentística tan arraigada, la libre compra y tenencia de armas de fuego sólo puede ejercer como catalizador de la conversión de las ideas en balas.