Iñaki Ezkerra-El Correo

  • Hoy no se busca el triunfo de una causa, sino su rentabilidad política

Hubo un tiempo en el que a las conquistas sociales y a los derechos civiles accedíamos en este país por la vía del buen rollito, de la persuasión, de la seducción. No es que esas conquistas y derechos no hallaran resistencia en alguna formación política. Es que no eran presentados como una victoria humillante contra ésta sino a favor de una causa que beneficiaría al conjunto de la ciudadanía, incluso a los sectores más reacios a ella. Cuando Francisco Fernández Ordóñez defendió la Ley de Divorcio en 1981, se encontró con la fuerte oposición de la Conferencia Episcopal y de Alianza Popular, pero, ganada la batalla, no se dedicó a hacer sangre con sus opositores. Y es que más provechoso que refrotarles su triunfo por las narices era dejar que el tiempo le diera la razón y que un día esos mismos rivales ideológicos o sus hijos se pudieran acoger, para disolver con normalidad sus matrimonios, a ese avance legislativo. Por esa razón, por ese estilo cordial y seductor en el mejor sentido del término que tenía aquel ministro de la UCD, guardamos de él un recuerdo tan grato que linda con la nostalgia en esta época en que las cosas son tan diferentes.

Son diferentes porque lo que se busca hoy no es el triunfo de una causa social o humanitaria sino su rentabilidad y su monopolio políticos. Se busca un punto de conflictividad que impida la adhesión a ésta del adversario para presentarlo como enemigo de dicha causa. Se postula esa conquista o ese derecho a cara de perro, con una hostilidad estudiada que haga imposible cualquier entendimiento. Se buscan y rebuscan con lupa a los peores aliados para espantar la menor adhesión que no provenga de la propia trinchera. Si se clama por los derechos de la mujer, se pone en la pancarta a un maltratador consumado. Si la movilización es por la paz, se le da el megáfono a un terrorista irredento. Se cazan a lazo a los sujetos más repugnantes para esos menesteres tan angélicos. Y se hace con plena conciencia cómplice, con el orgullo de estar en esa viscosa pomada, con el más hipócrita regodeo, con el absurdo objetivo de inspirar rechazo en quien tenga todavía escrúpulos. A eso hemos llegado. Y, si por azar, alguien que no es de la secta tiene el estómago suficiente para sumarse a la manifestación, se le expulsa de los peores modos.

Cuando el 22 de junio del 81 terminó su intervención sobre la Ley de Divorcio, Fernández Ordóñez dejó el hemiciclo alegando que iba a celebrar su cumpleaños con su mujer, con la que llevaba muchos años casado. Sin duda, ese matrimonio suyo no habría durado tanto gracias a la imposición sino a la seducción. Fernández Ordóñez fue, sí, un seductor en el mejor sentido de la palabra. Por eso le echamos de menos en este tiempo impositivo y agrio.