Pedro J. Ramírez-El Español

Como buen ilusionista, cada vez que en su traje aparece una nueva mancha por corrupción o la realidad parlamentaria le hace otro roto, Sánchez se recubre con la hopalanda de la política exterior.

Era la receta de Maquiavelo. “Cuando tengas problemas internos, busca una guerra en el extranjero”. O Al menos una buena bronca diplomática.

Sánchez no tiene “bombas nucleares”. Llama como mínimo la atención que lo haya dicho. Porque tampoco tiene armas convencionales para intimidar a Israel.

Pero su poder político le convierte en un adversario peligroso en la guerra híbrida de la opinión pública.

Sobre todo, para alguien que se comporta de forma tan bárbara y oprobiosa como Netanyahu.

Sánchez vio desde el primer momento que la masacre de israelíes del 7 de octubre del 23 iba a desencadenar una respuesta desmesurada de Netanyahu. Todo coadyuvaba a ello.

La autoría intelectual de Irán, la personalidad de “Bibi” -cercado también por la corrupción-, el peso de la derecha ultraortodoxa en la Knesset y la implantación de Hamas en el tejido social de Gaza llevaban fatalmente a esta catástrofe.

Sánchez entendió que cada día que prosiguiera la escalada militar en Gaza el recuerdo de las atrocidades de los terroristas palestinos se iría diluyendo. Y que la retransmisión en directo de los horrores provocados por un ejército ocupante sin restricciones para distinguir entre combatientes y civiles, iría sobrecogiendo a los españoles.

Todo iba a ocurrir además en el terreno abonado de la polarización en el que nuestro presidente se siente como pez en el agua.

A diferencia del caso de Ucrania cuando Putin no tenía defensa -pues no había sido agredido- ni defensores relevantes, la cuestión de Gaza regurgitaba debates hondamente enraizados en la sociedad española.

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De un lado estaba el derecho de Israel a existir como Estado democrático, frente a quienes siguen teniendo como objetivo su extirpación “desde el río hasta el mar”.

Del otro, la simpatía con la causa palestina -muy similar a la saharaui-, derivada del sufrimiento de un pueblo privado de territorio y sometido a innumerables vejaciones, en medio del olvido del propio mundo árabe.

La ‘conspiración judeo-masónica’ prendió durante el franquismo y es muy significativo que España no estableciera relaciones con Israel hasta 1986.

Pesaba además el trasfondo histórico de un recelo genético de amplios sectores españoles hacia los judíos. Algunos se ríen de que se invoque 1492. Es porque nunca han leído a Espriú: “Eres piel de toro extendida, vieja Sefarad”.

La ‘conspiración judeo-masónica’ prendió durante el franquismo y es muy significativo que España no estableciera relaciones con Israel hasta 1986.

Antes de la invasión de Gaza el pragmatismo liberal-conservador respaldaba a Israel, el idealismo progresista apoyaba las reivindicaciones palestinas y parte de la izquierda radical, integrada en el Gobierno, justificaba a Hamas como Bildu hacía con ETA.

Ha sido la desproporción de la respuesta de Netanyahu, su huida hacia adelante para crear un nuevo orden en Oriente Medio a sangre y fuego, el bombardeo de hospitales y colas del hambre, los ataques contra la prensa y onegés como la admirable World Central Kitchen, lo que ha ido moldeando la opinión española durante estos dos años.

Incluso la admiración por la eficiencia del Mossad, en operaciones quirúrgicas como la explosión simultánea de los móviles de líderes de Hezbolá en el Líbano, ha quedado sepultada bajo los escombros en Gaza.

El 7 de octubre de 2023 fueron asesinados mil doscientos israelíes. Según los cálculos más ecuánimes, en Gaza el ejército de Netanyahu ha matado como mínimo a 50.000 personas, la mayoría civiles.

Incluso alguien tan significado como el exjefe militar israelí Herzi Halevi -ahora opositor a Netanyahu- llega a cuadruplicar esa cifra.

Es como si el “ciento por uno” de la parábola evangélica del sembrador se transformara en el siniestro encargo de matar a cien filisteos que el Rey Saul hizo a David si quería casarse con su hija.

Cualquiera diría que Netanyahu sabe que David no mató a cien sino a doscientos. Doscientos por uno serían 250.000 cadáveres. ¿Pretende llegar a esa ecuación?

Su tremenda decisión de bombardear el edificio de Qatar donde se reunían los negociadores de Hamas, es la prueba más elocuente de su desdén por el alto el fuego. Quiere romper todos los puentes y lo está consiguiendo.

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Ahora hemos quedado inmersos en el debate sobre la utilización de la palabra “genocidio”. Es el máximo agravio que se puede dirigir a un israelí y su pertinencia sólo puede obedecer a una resolución jurídica.

En todo caso describiría una realidad distinta a la que supuso el exterminio “industrial”, mediante cámaras de gas de seis millones de judíos, en aplicación de la “solución final”.

Pero no nos quedemos en la pátina emocional que el mero sonido de esa palabra segrega en las generaciones que mantienen el recuerdo del Holocausto.

España nunca ha tenido “bombas nucleares”, pero tenía un arma formidable llamada consenso.

Porque cada día parece más acreditado que el Gobierno de Netanyahu está cometiendo horrendos crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, al permitir y tal vez propiciar la matanza de docenas de miles de no combatientes en Gaza.

La decisión que adopte la Corte Penal Internacional ni agravará ni aliviará la suerte de las víctimas. Pero escuchar a Trump o al propio Netanyahu fantasear sobre la reconversión de la franja en un inmenso resort a lo White Lotus es un escarnio insoportable.

España nunca ha tenido “bombas nucleares”, pero tenía un arma formidable llamada consenso. El gran invento de la transición que sobrevivió al golpismo, al terrorismo y a los crímenes de Estado.

España tenía un producto diplomático que exportar. Por eso Madrid sirvió de sede a la Conferencia de Paz del 92 sobre Oriente Medio, fortaleciendo nuestra interlocución con las dos partes del conflicto.

Ese espíritu podría haberse revivido ahora, pactando la política exterior con el PP y sirviendo de impulso a una presión europea sobre Netanyahu que integrara la sensibilidad de Alemania, Francia e Italia.

Pero Sánchez vio que su oportunidad era darle por su cuenta a Israel su merecido. Su instinto le decía que podía servir de heraldo de una confrontación más que de artesano de una mediación. No iba desencaminado.

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Ya en noviembre de 2023 aprovechó su visita al kibutz de Be’eri, escenario de atrocidades indescriptibles cometidas por Hamás, para cubrir de reproches a Netanyahu en Jerusalén. Eso provocó una primera crisis diplomática con la llamada a consultas de la embajadora en Madrid.

En mayo del 24 llegó la siguiente vuelta de tuerca con el reconocimiento del Estado palestino integrado por Gaza, Cisjordania y con capital en Jerusalén Este. Un Estado virtual sin capacidad siquiera de eliminar a Hamas del puente de mando.

Nada cambiaba que España, flanqueada por Noruega e Irlanda, elevara a 143 el número de países que habían dado ese paso. Tenía sin embargo el valor simbólico de marcar un camino que, a falta de otras opciones, se disponen ahora a emprender Francia o Reino Unido.

Porque Netanyahu no ha hecho sino redoblar la apuesta por la guerra sin cuartel. Su conducta ha cargado de razón a Sánchez cuando este año ha propuesto la suspensión del acuerdo comercial con la UE y la adopción de sanciones. Aunque tengan pocas consecuencias prácticas, al menos suponen un testimonio de repudio.

Esa es la posición común de los 27 asumida por Von der Layen y refrendada por el Parlamento de Estrasburgo después de que el PP hubiera arrastrado los pies.

Pero a Sánchez y sus socios extremistas ya no les resulta suficiente. Por eso acaban de dar dos pasos adelante.

No deja de ser curioso que Sánchez nunca haya pedido nada parecido a Otegi o Merche Aizpurua, ni siquiera con palabras más suaves, respecto a los crímenes de ETA.

El primero, insistiendo en la denominación de “genocidio”. Algo que -por respeto a las víctimas de la Shoa- ningún gobernante europeo de peso hace.

Desplegando su hopalanda, Sánchez llegó a conminar puerilmente a Feijóo el miércoles: “Repita conmigo, señoría. Es un genocidio”. Como si la no pronunciación de esa palabra convirtiera al líder de la oposición en cómplice de Netanyahu.

No deja de ser curioso que Sánchez nunca haya pedido nada parecido a Otegi o Merche Aizpurua, ni siquiera con palabras más suaves, respecto a los crímenes de ETA.

El segundo paso gubernamental ha sido el fomento de las protestas contra la Vuelta Ciclista a España.

Es obvio que ni Albares, ni la ministra portavoz, ni la propia Sira Rego han justificado que se lancen chinchetas, clavos y trozos de botella a los corredores o que se tumbe un árbol a su paso. Pero al insistir en que el equipo con patrocinio israelí debería haber sido expulsado de la carrera han creado un marco de legitimación de esa violencia de baja intensidad.

Resulta inaudito que quien controla el Consejo Superior de Deportes y el Ministerio del Interior permita que se celebre una carrera a lo largo de 3.150 kilómetros durante 24 días y fomente a la vez las protestas contra ella. Como si el papel de la policía fuera enardecer a los manifestantes.

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Todo esto sugiere que Sánchez intenta convertir el repudio a Netanyahu en un factor de movilización electoral de la izquierda, como ya ocurrió en 2004 con el “no” a la guerra.

Algo que encaja perfectamente con los crecientes obstáculos del presidente para llevar a término su mandato. Aunque lo negara en TVE, el compromiso de presentar presupuestos vincula la viabilidad de la legislatura a su aprobación.

Sobre todo, una vez constatado en el voto sobre reducción de jornada que el Parlamento tiene hoy una mayoría de derechas.

Para quebrar esa mayoría Sánchez tendría que hacer a la vez concesiones a Junts y a Podemos, prácticamente imposibles de conciliar, y en todo caso autodestructivas para él.

Desde que llegó al poder, Sánchez ha convalidado el diagnóstico de Homer Simpson: “La gente inventa estadísticas con tal de demostrar cualquier cosa”.

Con el fantasma de una debacle en Andalucía a nueve meses vista, Sánchez se ha puesto mentalmente en modo electoral. Prueba de ello es la última encuesta del CIS, destinada a crear un espejismo a mitad de camino entre el promedio de sondeos y esa distorsión extrema.

Algo que se inscribe, por cierto, en la manipulación sistemática de los principales indicadores sobre la opinión y el nivel de vida de los españoles que hoy disecciona minuciosamente David G. Maciejewski en EL ESPAÑOL.

Desde que llegó al poder, Sánchez ha convalidado el diagnóstico de Homer Simpson: “La gente inventa estadísticas con tal de demostrar cualquier cosa”.

Pero además de apuntalar su realidad paralela mediante el CIS, el INE o el SEPE -y por supuesto RTVE-, Sánchez necesita un enemigo contra el que presentarse a las elecciones.

Alguien de derechas que genere a la vez el suficiente miedo y rechazo como para conseguir que la izquierda le vote en masa tapándose la nariz.

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Hasta ahora parecía que su enemigo oficial iba a ser Abascal. O mejor dicho, el presunto y anhelado tándem Abascal-Feijóo.

Pero la evolución de los sondeos independientes, colocando la suma de PP y Vox por encima de 200 escaños, ha hecho saltar todas las alarmas.

La “alerta antifascista” que Sánchez ha terminado haciendo suya sólo sirve para engordar a Vox, sin amenazar ni de lejos la hegemonía del PP.

A este paso, los cráneos privilegiados de Moncloa podrían terminar haciendo un pan como unas tortas. Es decir, un gobierno en solitario de Feijóo, con Vox haciéndole oposición desde la derecha y el PSOE debatiéndose entre favorecer la gobernabilidad o caer en la irrelevancia.

Sánchez sabe que el PSOE le tiraría por la borda si diez años después lo único que pudiera volver a ofrecerle fuera un perezoso “no es no”.

De ahí que necesite echar más carne en el asador de la polarización, mediante la identificación de un enemigo exterior que genere repulsión a los españoles y pueda ser asimilado, con razón o sin ella, a sus adversarios locales.

Hasta ahora todas las papeletas las tenía Trump, amigo cierto de Abascal y figura altamente impopular entre los españoles.

Sánchez se frotó las manos cuando el presidente norteamericano despotricó contra él por desmarcarse del acuerdo de gasto militar en La Haya. Sin embargo enseguida ha ido comprendiendo que estaba jugando una partida muy por encima de sus posibilidades.

Su marginación sistemática de las reuniones clave sobre la seguridad europea y su aislamiento dentro de la UE en inmigración o gasto público, le han abierto los ojos. Porque no será mandando unos pocos aviones a Polonia como romperá el cerco que él mismo se ha autoimpuesto.

Por eso ha decidido olvidarse de momento de Trump y apretar el acelerador contra Netanyahu. La decisión es correcta porque la carnicería de Gaza es insoslayable, subleva a la razón y encoge nuestros corazones.

Lástima que las elecciones a las que vaya a presentarse Sánchez no sean las israelíes. Con su estampa, su labia y resiliencia, seguro que allí arrasaba con un programa pacifista.