- Es natural que una actitud semejante tienda a romper toda posibilidad de concordia y libertad sin las que la democracia no puede sobrevivir
A Charlie Kirk le han asesinado por sus ideas y por su manera de defenderlas. Además de un crimen abominable, es un atentado contra la libertad de expresión. Cada vez se necesita más valor para decir lo que se piensa. Las democracias mueren a causa de problemas internos. Muy raramente por motivos externos. En el siglo XX sufrieron los terribles ataques de los totalitarismos nazi y comunista. No sucumbieron. No creo que los mayores peligros procedan hoy de Pekín, Moscú o Teherán. Son más bien domésticos. Proceden de un conglomerado ideológico que pretende imponerse a toda la sociedad y decretar lo que puede o no puede decirse y defenderse. Declaran una guerra cultural que aspira a modelar las conciencias. Este populismo neocomunista constituye la principal amenaza para las democracias.
Un movimiento de esta naturaleza necesita la existencia de un enemigo que hay que combatir. Ya no es la economía sino la cultura. Nada nuevo. Gramsci lo vio. Si ese enemigo no existe, se fabrica. Por supuesto, rivales tiene, pero es preciso desfigurarlos mediante la mentira y la propaganda. El peligro es el fascismo. El problema es que o no existe o es irrelevante o residual. Considerar fascistas a conservadores, liberales, monárquicos o cristianos sería una broma si no tuviera fatales consecuencias. Como pretender que en España anide en partidos como el PP o Vox. El fascista es siempre el otro.
Es natural que una actitud semejante tienda a romper toda posibilidad de concordia y libertad sin las que la democracia no puede sobrevivir. Y esto es lo que está ocurriendo a los dos lados del Atlántico. La barbarie es doméstica, no exterior. En definitiva, se trata del credo woke, una amalgama de ideas, algunas bienintencionadas, pero enloquecidas. No pretenden dialogar ni convencer, sino imponer y hacer callar al disidente. Las barricadas no están ya en la calle sino en las mentes y las conciencias. No se trata de discutir si hay o no guerra cultural. Ya ha sido declarada. Se trata de determinar qué es lo que hay que hacer ante su realidad. Lo más razonable parece aceptar el reto y exponer y defender las propias ideas. En lo que no conviene equivocarse es en el destinatario de la agresión ideológica. Parece que, en primer lugar, es el cristianismo. El movimiento woke aspira a ser una especie de religión civil y política que pretende convertirse en una suerte de poder espiritual sin espíritu. No existe poder más fuerte que el que se ejerce sobre las conciencias. Lo primero que aborrecen es el cristianismo, el poder espiritual que forjó Europa. Pero no es solo él. Con él combaten la tradición ilustrada (que, en buena medida, también procede de él), la libertad religiosa y de conciencia, la libre discusión de las ideas, la ciencia y la propia naturaleza de la Universidad. Ya no sería el templo del conocimiento y la sabiduría, sino ágora de demagogia e imposición de ideas.
Es cierto que el cristiano vive bajo el imperativo de amar al enemigo. En realidad, no tiene enemigos. Son otros los que así se declaran. Pero el amor al enemigo, imposible sin la gracia de Dios, no incluye amar el pecado y el error. Un cristiano no puede conversar tranquilamente con quien sostiene que Cristo fue un impostor o el cristianismo la peor plaga de la historia de la humanidad, y admitir que tal vez tenga
razón y él esté equivocado. También forma parte de la teología moral cristiana la lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad del diablo (San Agustín).
El odio del movimiento incluye también a la democracia y a parte de los derechos humanos. Mientras algunos de los principales se conculcan, se crean más y más hasta con los contenidos más extravagantes. La democracia es para ellos un mero instrumento que se usa mientras es útil, y se tira cuando deja de serlo. El totalitarismo intelectual y moral no puede conciliarse con la democracia y la libertad. Existe una involución de las democracias, pero no es precisamente hacia el fascismo.