Francisco Rodríguez Jiménez-El Correo

Doctor en Historia Contemporánea y profesor de la Universidad de Extremadura

  •  La condescendencia reciente con Putin viene de lejos. En 1987, Trump viajó a Moscú para explorar oportunidades de negocio. Los servicios de inteligencia del KGB comenzaron entonces a tejer redes de empatía con el magnate

Quien esté libre de pecado… que tire la primera piedra! ¿Acaso no buscaron todos los líderes mundiales lo mejor para sus respectivas naciones?». Llegado el juicio final, de la historia o del más allá, el señor Trump replicaría en términos semejantes. Y no le faltaría razón. Más aún: los custodios de su política exterior afirmarán que mantuvo una narrativa coherente. Tampoco estarían equivocados del todo. Harina de otro costal será calibrar si efectivamente sus presidencias contribuyeron algo, mucho, o nada, a mejorar la vida de la mayoría de los estadounidenses, y no solo de su círculo cercano. Es todavía pronto para balances definitivos. Veamos los jalones fundamentales.

Hace unos meses se cumplió la primera década del ‘trumpismo exterior’. Arrancó oficialmente en el verano de 2015, cuando lanzó su carrera presidencial a la Casa Blanca. Los temas centrales fueron: crítica feroz contra la migración en clave doméstica y la descalificación del papel del Partido Demócrata en Irak y Afganistán en materia internacional. Trump prometía plegar velas geopolíticas. Estados Unidos no estaba dispuesto a asumir los compromisos como potencia mundial de antaño. El aviso a sus aliados de la OTAN fue brusco. Debían asumir el coste de su seguridad. Pero con una condición sibilina: comprar Made in America, nada de apostar por una defensa europea coordinada. Trump instigó asimismo una guerra comercial con China, sanciones, restricciones tecnológicas, etcétera.

Una de sus decisiones más polémicas fue el reconocimiento unilateral de Jerusalén como capital de Israel (2017), cercenando la posibilidad de una solución integral de dos Estados, e ignorando cualquier legitimidad de la Autoridad Nacional Palestina. La mediación de su yerno judío fue clave para lo que vino después: el anuncio a bombo y platillo de los Acuerdos de Abraham (2020). Trump quiso venderlos como puente de acercamiento perfecto entre Israel y sus vecinos árabes (Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán, Marruecos). Tal componenda geopolítica saltó por los aires tras el terrible atentado terrorista de Hamás de octubre de 2023. Luego vino el apoyo incondicional a la apisonadora israelí en Gaza. El desmantelamiento de la Agencia estadounidense para la ayuda al desarrollo (USAID); el portazo al Acuerdo internacional de París sobre el cambio climático; la presión contra Irán bajo la premisa del desmantelamiento nuclear; el carrusel arancelario. Filias y fobias.

Pero no se equivoque, el aislacionismo trumpiano tiene solera. Resulta curioso comprobar la similitud de buena parte de los mensajes lanzados por Trump contra China en los últimos años con las críticas contra Japón que aireó a mediados de los 80. Por entonces el sentimiento antijaponés crecía como la espuma en Estados Unidos, espoleado por un creciente déficit comercial favorable para los asiáticos. Parte de ese discurso de aversión a Japón fue alentado por sectores de la industria automovilística estadounidense. Trump arrimó el hombro. Para demostrar su fervor patriótico, gastó miles de dólares de su bolsillo en anuncios en prensa donde se criticaba la política comercial de Washington. Difundió mensajes similares en programas televisivos de gran audiencia. Por ejemplo, entrevistado por Larry King en 1987 afirmó que su país estaba «gastando miles de millones de dólares en conseguir petróleo para Japón; y los japoneses no están pagando nada».

La condescendencia reciente con Putin también viene de lejos. En 1987, Trump viajó a Moscú para explorar oportunidades de negocio. Lo cuenta él mismo en su libro de autopromoción, ‘El arte de la negociación’. «Nos alojamos en la misma suite de Lenin, y quedé con la impresión de que los funcionarios soviéticos estaban muy interesados en llegar a un acuerdo». Los servicios de inteligencia del KGB comenzaron a tejer redes de empatía con el magnate. En noviembre de 2013 Trump fue invitado al concurso de belleza femenino Miss Universo celebrado en Moscú. La sombra de Vladímir era alargada. Así las cosas, no sorprendió demasiado la tibieza de Trump en denunciar la invasión rusa de Crimea tres meses después, febrero de 2014.

El magnate afirmó que no eran necesarias las sanciones contra Rusia, impulsadas por el presidente Obama tras el ataque ruso a esa región ucraniana. Tras la sorpresiva victoria de Trump contra Hillary Clinton en noviembre de 2016, nombró jefe de la diplomacia estadounidense a Rex Tillerson, un experimentado empresario que presumía de una estrecha relación con Igor Sechin, máximo dirigente de ROSNEFT, la sociedad controlada por el Kremlin que gestiona gran parte del crudo ruso.

Con esos antecedentes, con la encerrona al presidente ucraniano Zelenski en la Casa Blanca de febrero, con la aquiescencia hacia el sátrapa ruso de hace unas semanas en Alaska, es complicado creer a pies juntillas la amenaza de Trump de aumentar la presión a Putin. El portavoz del Kremlin declaró el 8 de septiembre que ninguna sanción podrá obligar a Rusia a cambiar su postura sobre Ucrania. Unas declaraciones que se producen con las cenizas del mayor ataque aéreo ruso a Ucrania desde 2022 todavía humeantes. Unos ochocientos drones rusos sembraron el pánico y la destrucción el pasado fin de semana en Kiev, afectando por primera vez incluso a edificios gubernamentales.

Entretanto, China sigue agasajando a sus aliados. La celebración del aniversario de la victoria de Mao de 1949 fue una oportunidad para desplegar músculo militar en la mítica plaza de Tiananmen. Ni sombra de las protestas estudiantiles de junio de 1989. En casa, Trump lleva desde enero intentando socavar los famosos ‘check and balances’, sistema de contrapesos al poder ejecutivo. El asedio es múltiple: la poda empezó con la burocracia federal, a manos del poco transparente DOGE que impulsó Elon Musk; continuó con un récord de órdenes ejecutivas, con oídos sordos a dictámenes judiciales, con el hostigamiento a universidades y bufetes de abogados dispuestos a asumir casos en su contra, con el despliegue de la Guardia Nacional en Washington.

La historia no se repite de manera exacta, pero a veces sí rima. Resuenan en mi memoria las lecturas del filósofo pronazi Carl Schmitt. Hace algo más de un siglo sus escritos ponían en entredicho la legitimidad de la democracia y la Constitución de Weimar, también azuzó la dicotomía entre amigos y enemigos del verdadero pueblo germano. Ojalá que la rima no rime en este caso.