jORGE fREIRE-ABC

  • «No se trata de levantar un sistema montañoso de dioses fuertes para encerrarse en un refugio alpino a tomar caldo, sino de divisar un horizonte reconocible desde un suelo que no se hunda. Los tornillos dan de comer pero no bastan para levantar una patria»

Una vez retirada la hojarasca marxista que envuelve el concepto, emerge una cordillera de roca viva. Imaginemos un relieve perfilado, con sus cumbres y sus valles. No se ha formado de la noche a la mañana, sino por medio de la sedimentación lenta de principios, creencias y normas que se vuelven tan «naturales» como el clima. Verbigracia, el macizo ideológico tras la Segunda Guerra Mundial: collados de tolerancia, laderas suaves de lazos débiles, ríos caudalosos de libre mercado y meandros apacibles de progreso. El macizo era una cadena alpina. La tecnocracia europea, el keynesianismo y la socialdemocracia formaban parte de esa geografía mental, desde cuya cima se avizoraba un horizonte limpio de extremismos; un horizonte que es hoy, para algunos, un páramo higiénico y apacible sin vínculos sólidos ni refugios para el mal tiempo.

El teólogo estadounidense R.R. Reno sostiene en ‘El retorno de los dioses fuertes’ (Homo Legens) que el consenso de posguerra se alzó sobre los escombros de aquellas fuerzas que consideraba causantes de los desastres del siglo XX, como el patriotismo o la religión. Cabría decir algo similar de la España constitucional: cumbres moderadas, pendientes suaves, aguas mansas. Todo parecía diseñado para que nadie se despeñara hacia los barrancos del extremismo. Una geografía sin épica, ideal para excursionistas de domingo que no soportan el vértigo y prefieren los mocasines a los crampones.

Ahora emerge otro macizo, todavía en formación. Cordilleras cerradas de fronteras, torrentes de aguas religiosas que bajan con fuerza después de décadas de sequía. Hay montes escarpados y verticales, no tanto por efecto de la erosión como por nostalgia de la estabilidad. Hay incluso pequeños valles fértiles de viejas virtudes que reverdecen tras años de abandono. El mapa ya no lo dibujan los ingenieros del progreso. De hecho, a partir de cierta altura, pareciera que el progresismo tiende a congelarse.

En la política española, la idolatría de los «dioses débiles» ha devastado a partidos como Ciudadanos, devoto del evangelio tecnocrático y del ‘laissez-faire’, y ahora amenaza con destruir proyectos recientes como Sumar, empeñado en agitar banderolas de identidades minúsculas y sobredimensionadas. Unos tomaban la patria por hoja de Excel y otros sermonean a la clase trabajadora con lo que debe pensar antes de preguntarle si tiene algo para cenar. Opciones más vistosas, y sin duda menos trabajosas, que abordar la vieja exigencia de pan y techo. De ahí que Gabriel Rufián haya sorprendido a tantos al defender, en una entrevista reciente, la pertinencia de hablar de inmigración o de seguridad sin cubrirse con la estola de la pureza ideológica.

El macroeconomista irlandés Philip Pilkington añade al mapa cultural de Reno una cartografía material: fábricas, kilovatios, población. Su reciente libro ‘The Collapse of Global Liberalism’ (Polity) deja claro que no hay macizo que, por elevado que parezca, pueda sostenerse en el aire. A su juicio, durante las últimas tres décadas de «hiperliberalismo» se dio por hecho que el mercado por sí solo obraría el milagro de la prosperidad. Se fabuló con un crecimiento sin fábricas y con un capital que manaría a perpetuidad mientras los talleres echaban el cierre y las cadenas de suministro se herrumbraban como aperos viejos.

¿Hace falta recordar que en Japón ya ensamblan robots domésticos mientras en Europa seguimos importando hasta los tornillos de las farolas? Corea del Sur levanta astilleros y Turquía bota portaviones anfibios, Polonia multiplica fábricas de munición y Vietnam abre plantas textiles a todo trapo; aquí, en el mejor de los casos, celebramos con pompa la inauguración de un centro de interpretación rural. ¿Será que desde ese altiplano burocrático que es la ciudad de Bruselas no se columbra adecuadamente la tragedia? Como dejó dicho Bernard Shaw, un líder puede trepar hasta las cumbres más altas pero no vivir allí mucho tiempo. Antes o después ha de bajar al valle, pisar polvo y saludar al gañán que empuña el arado. El macizo que viene no tolera cimas flotantes.

Si en la cordillera social española hubo un tiempo en que las cumbres y los valles estaban unidos por senderos transitables –cuando el empleo estable era la meseta donde arraigaban proyectos vitales y la vivienda en propiedad era la planicie donde coincidían obreros, jóvenes y clase media–, hoy el paisaje se ha roto en dos macizos escarpados. En uno, un reducido grupo de propietarios amurallados en sus fortificaciones de ladrillo; en el otro, una mayoría que vive en barrancos de alquiler, escalando cada mes para no despeñarse. Entre ambos ya no hay puentes, solo precipicios cada vez más anchos. Si no se abren nuevos pasos, el mapa social acabará pareciendo dos continentes a la deriva.

No se trata, por tanto, de levantar un sistema montañoso de dioses fuertes para encerrarse en un refugio alpino a tomar caldo, sino de divisar un horizonte reconocible desde un suelo que no se hunda. Los tornillos y las turbinas dan de comer, pero no bastan por sí solos para levantar una patria. Además de la industria hace falta una población industriosa, y para ello son preceptivas unas cuantas certezas morales compartidas, es decir, unos dioses fuertes que den sentido al esfuerzo.

Sin un horizonte común no queda sino un solar triste con cuatro muros en ruinas. Porque esto no va de poner una mano de cal a la pared, sino de erigir cimientos firmes. Rehúyase la faena y mañana vendrán otros a acometerla, a su manera y cobrando la derrama. Pobre estampa la de un país que improvisa su futuro, como si bastara con cuadrar balances para que los muros no cedan a la primera embestida.