Inocencio F. Arias-ABC
- La cuestión religiosa escinde ahora España mucho menos que los separatismos catalán y vasco y las prebendas que obtienen. Sencillamente porque la sensibilidad religiosa aflora menos que en el pasado reciente en todas las capas de la población.
Cuenta Churchill en sus ‘Memorias’ de la II Guerra Mundial que en 1935 el dirigente francés Laval, preocupado por el rearme alemán, firmó un pacto de asistencia mutua con la Unión Soviética y fue a mendigar un favor a Stalin. Quería que el soviético mostrase comprensión ante la prolongación del servicio militar en Francia; la izquierda francesa era reacia. Stalin lo bendijo públicamente y el Partido Comunista francés, siempre lacayo de Moscú, aprobó ‘ipso facto’ y ruidosamente la medida. En el curso de la conversación, Laval le pidió que fuera benévolo con los católicos rusos porque a él le facilitaría los tratos con el Papa y con el electorado francés. «¡Ah, el Papa! –dijo el cínico sátrapa ruso–, ¿cuántas divisiones tiene el Papa?».
El sarcasmo del soviético tenía una base real. Hace siglos que el Papa no tiene ejército y más tiempo aún de la época en que poseía facultades reconocidas para dividir y adjudicar el mundo por descubrir a España y Portugal. Es cierto que 50 años atrás un Papa, Juan Pablo II, paralelamente a Reagan y su ‘guerra de las galaxias’, jugó un papel nada despreciable en el desprestigio y el derrumbe del imperio soviético. Los dirigentes rusos de la época se esforzaron porque sus vasallos polacos no recibieran al Pontífice, sabían cómo sería recibido en su tierra e intuían el boquete que sus palabras abrirían allí y en las otras naciones subyugadas por Moscú. No es raro que bastantes servicios de inteligencia deduzcan que el atentado casi mortal contra Wojtyla fue pilotado por el KGB. Se puede apostar que Putin, rencoroso siempre por la implosión de la Unión Soviética, hace vudú maligno todas las noches a Juan Pablo II por lo que desencadenó, pero es hoy un hecho que el poder del Papa se ha encogido no sólo política, sino espiritualmente. Las frecuentes llamadas de atención de los pontífices recientemente sobre la gravedad de las tragedias, la locura colectiva de Gaza o la imperialista invasión de Ucrania han sido desoídas. El Papa no tiene divisiones ni la audiencia del pasado.
En España incluso se ha abierto hace tiempo la veda del Sumo Pontífice. El carismático Juan Pablo II fue asaeteado por cierta izquierda y algunas feministas; se le tildó de oscurantista, retrogrado y embaucador. Francisco ha sido también alanceado desde la derecha, donde se le reprochaba su «peronismo comunistoide». Bastantes católicos se enfurruñaron porque no viniera nunca a España ni mostrara interés en hacerlo.
La abundante indiferencia hacia el Papa y la crítica, mucho menos extendida, pero ya visible, hacia su persona acompañan a la progresiva disminución de la práctica religiosa en nuestro país. Algo generalizado en el Occidente desarrollado y consumista –hay países islámicos, sin embargo, en que la religiosidad ha aumentado claramente en las últimas décadas–, pero que asustaría literalmente a nuestros padres católicos. Las manifestaciones públicas, masivas a veces, procesiones, romerías, peregrinaciones, gozan de buena salud, aunque un observador imparcial podría preguntarse cuánto hay de fe, de recogimiento, en su participación, quizá no poco en ciertos casos, y cuánto de costumbre ancestral, de evento folclórico en el que hay que estar por razones familiares, de grupo, tradicionales o de simple simpatía, algo que en el fondo puede resultar festivo, ausente de cualquier sacrificio.
Azaña en los treinta, quizá sin querer hacer anticlericalismo burdo, exageró con su divisoria y desafortunada frase «España ha dejado de ser católica», que enfureció a muchos. Al aprobarse los artículos 26 y 27 de la Constitución, Ossorio y Gallardo, poco sospechoso, vislumbró los peligros «de tener por lo menos a media sociedad española de espaldas a la Constitución», y más recientemente Virgilio Zapatero manifestaba que la aprobación parlamentaria de esos artículos «resolvía una crisis de gobierno pero creó una crisis del sistema».
La cuestión religiosa escinde ahora España mucho menos que los separatismos catalán y vasco y las prebendas que obtienen. Sencillamente porque la sensibilidad religiosa aflora menos que en el pasado reciente en todas las capas de la población. La tendenciosa y golpista Margarita Nelken, ídolo de bastantes feministas, no podría tenerle ojeriza a Clara Campoamor por querer dar el voto a las mujeres porque serían, creía Melken, muy influenciadas por los curas. Ahora, en el siglo XXI, el número de ateos, no creyentes y agnósticos es superior al de creyentes católicos, sin mayor diferencia de géneros, lo que no ocurre en la minoría creciente musulmana.
En la práctica religiosa el giro es espectacular. La de varios sacramentos se difuminó, la confesión y la confirmación cuentan con escasos adeptos, la extremaunción es poco solicitada, las comuniones tienen un pelín de fiesta social, el matrimonio y el bautizo, relativamente frecuentes aún, descienden claramente, proliferan las uniones de hecho, y según serias estadísticas sólo uno de cada cuatro matrimonios españoles es religioso. Y es trabajoso encontrar jóvenes entre 12 y 35 años en conferencias de cualquier tipo, en conciertos de clásica y, excepto en templos frecuentados por miembros del Opus Dei, en la antes concurrida misa dominical. Las razones económicas para explicar esto son fútiles.
España abraza la tendencia generalizada en el mundo cristiano occidental: a más progreso económico menos religiosidad. Las vocaciones se han hundido: en mi juventud España exportaba religiosos, ahora nos pastorean, sean bienvenidos, iberoamericanos y africanos. A pesar de eso, muchos sacerdotes tienen que atender comarcas con cuatro parroquias, abnegadamente, con vocación y con unos emolumentos de mileurista, con los que tienen que pagar la gasolina para sus desplazamientos. Asombra leer que el seminario de Barcelona, romo en vocaciones, ha cerrado sus puertas.
Por otra parte, en ciertos sectores de España se mira a la Iglesia con inquina, se le ve como rancia y machista, no faltan esporádicas burlas a aspectos o imágenes cristianos al tiempo que se observan con complacencia otras confesiones claramente más ancladas en el pasado. Es el misterio de la Encarnación que las feministas españolas progres vean con indiferencia lo que está ocurriendo en Afganistán, con las mujeres y el terremoto. Se cuestiona que los contribuyentes puedan ayudar ínfimamente a la Iglesia en la declaración de la renta, olvidando su ingente labor social, asistiendo en sus casas y centros a cuatro millones de personas, mientras que esos mismos críticos consideran inasumible que se pueda congelar la ayuda a sindicatos y partidos políticos. Conviene recordar que la aportación de sus miembros a las arcas de esas dos instituciones es muy inferior a la que reciben del contribuyente; con la Iglesia es justamente lo contrario, los creyentes aportamos bastante más.
El desapego de la Iglesia, el pasotismo, la indiferencia pueden, me temo, continuar aún. Hace dos semanas, el Papa León XIV, que dejó la acomodada Estados Unidos para trabajar en el Perú pobre, nos instó a hacer un día de ayuno y abstinencia para detener los conflictos –Ucrania, Gaza, Congo…– que son un flagelo del planeta en pleno siglo XXI. ¿Qué eco práctico tuvo esto entre nosotros? Escaso, muy escaso. España es paulatina pero visiblemente cada vez menos católica.